Por Juan Manuel De Prada |
Entonces don Quijote recuerda un romance que «venía de molde para el paso en que se hallaba»; y empieza
a recitarlo, no de cualquier manera, sino «con muestra de grandes sentimientos», incluso «se comenzó a volcar por tierra», tal vez porque ha advertido que por el camino se acerca un labrador
de su pueblo y desea reclamar su atención.
Un loco al uso no actuaría al modo calculado de don Quijote, sino que actuaría insensata pero espontáneamente. Y este Quijote que parece fingir teatralmente
su locura es el de los primeros capítulos, cuando el personaje todavía no ha sido pulido por Cervantes, cuando sus rasgos humanos no han sido delineados y nos hallamos todavía ante un bosquejo de trazo
grueso o caricaturesco.
El psiquiatra Carlos Castilla del Pino reconocía en Cordura y locura en Cervantes que la locura de don Quijote es tan atípica que no admite catalogación clínica; y que, en todo caso, se trataría de
una «locura de ficción», a través de la cual Cervantes trataría de describir «la trascendencia del error en la construcción de la vida propia», donde por ‘error’
debe entenderse una ‘dislocación del juicio de la realidad’. Pero si Cervantes tratara de ilustrar los perjuicios que acarrea esa dislocación podría haber elegido un personaje con una locura
real y no ‘de ficción’; pues, sin duda, era capaz de urdir personajes muy verosímiles y cabales. Gonzalo Torrente Ballester, más osado que Castilla del Pino, se atreve a sostener que la presunta
locura de don Quijote es en realidad un embeleco del personaje, que echa mano de una realidad ‘alternativa’ (la realidad fantasiosa de las novelas de caballerías) cada vez que la realidad mostrenca no le
permite llevar a cabo el ‘juego’ que desea jugar, haciendo partícipes del mismo a quienes le rodean. Y para probar esta tesis, Torrente Ballester aporta multitud de ejemplos, espigados aquí y allá,
que probarían que don Quijote no pierde nunca la cordura, sino que finge hacerlo, para poder proseguir su juego.
Pero esta tesis meramente lúdica de Torrente Ballester resulta a la postre un poco banal; pues el juguetón don Quijote se lleva muchos coscorrones y palizas que lo
van dejando como ecce homo a medida que avanza la trama, por no contar los escarnios que tiene que soportar a cada poco. Y si don Quijote puede premeditadamente
«acordar de acogerse a su remedio» o hacer «muestra de gran sentimiento» cuando le conviene, también podría haber combatido las burlas y escarnios, los coscorrones y palizas, con tan sólo
hacer «reserva mental» –siquiera cuando hay gente delante– de los ideales de la caballería andante. Pero don Quijote prefiere enfrentarse al ridículo y a los varapalos. Y no lo hace por ‘jugar’, como pretende Torrente Ballester (pues sería, en todo caso,
el juego de un masoquista). La ‘locura’ de don Quijote es, en efecto, muy poco verosímil; pero no se trata de un mero juego, sino de un propósito muy firme de imponer, no una ‘dislocación del juicio de la realidad’, sino una realidad que sus contemporáneos se obstinan en negar, en silenciar, en sepultar a cualquier precio, con la petulancia juvenil propia del Renacimiento, que consideraba periclitados los ideales de la Edad Media. Don Quijote se erige así en símbolo del
hombre que batalla contra su época.
Alguien podrá decir que ese empeño quijotesco es como clamar en el desierto. Pero, como escribió Unamuno, «el desierto oye, aunque no oigan los hombres,
y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que se va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil lenguas cantará un hosanna eterno».
Y la semilla quijotesca dio, en verdad, fruto, pues los luminosos ideales de la Edad Media que don Quijote quería imponer sobre el espíritu podrido del Renacimiento acabarían alumbrando el cedro gigantesco
del Barroco.
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