miércoles, 25 de marzo de 2020

Coronavirus: la cuestión de la autoridad

Por Pablo Mendelevich
Tiempo de coronavirus, de pandemia, algo que prácticamente nadie (aparte de Bill Gates, de quien circula una charla TED de 2015 con la premonición y las necesarias prevenciones) tenía en su agenda. Este súbito mundo pandémico que trastocó nuestras vidas, tan raro, tan pródigo en incertidumbre, salpicado de angustia, que vació las calles, que aniquiló los abrazos y que sacó de servicio, por inútil, la palabra normal, un mundo inquietante por la incógnita de su duración pero más por las malas noticias que promete, nos parece, quizás, por completo inédito.

En realidad, es inédito, pero no por completo. Aunque antes no había WhatsApp, instantaneidad informativa, redes sociales, fake news, geolocalización digital, enclaustramiento preventivo multinacional, aviones, aeropuertos, testeos con reactivos ni -entre muchas otras cosas- terapia intensiva, las pandemias, que se conocen como mínimo desde hace 25 siglos, fueron estudiadas como extremos de la descomposición social que pone a prueba la naturaleza humana y los sistemas políticos.

He aquí una explicación académica procedente del campo de la filosofía. "Los testimonios de la peste, como la doctrina del pecado original o la hipótesis hobbesiana del estado de naturaleza, describen el proceso de igualación o indiferenciación a que da lugar el contagio. Aun cuando comience en los barrios pobres, o se suponga que es un castigo de Dios, pronto se cae en la cuenta de que se contagian, y contagian, por igual -tal como ocurrió a partir de la primera mácula- ricos y pobres, niños inimputables y criminales reincidentes. Un cuerpo es tan frágil y a la vez peligroso como cualquier otro. A esta igualación se llega mediante un previo proceso de inversión, en el cual se narra cómo el rico pierde su fortuna y el pobre la hereda; el honesto busca sacar provecho y el ladrón da muestras de altruismo; se relaja la mujer virtuosa y recibe honores la licenciosa. Colapsan las expectativas mutuas que sostenían la vida social: cualquiera es capaz de cualquier cosa".

Resulta muy enriquecedora en estas horas la lectura del ensayo "La peste", que el doctor en filosofía Leiser Madanes publicó hace 14 años en "Deus Mortalis", un anuario especializado, probablemente sin sospechar que este texto (se lo puede hallar en este link) desbordaría los cenáculos de las ciencias sociales.

Madanes recuerda que después de que Tucídides narró cómo Atenas se hundió en la anomia y el caos por la mortífera peste del comienzo de la guerra contra Esparta (430 a. C.) hubo numerosos testimonios sobre pestes, ya fueran pretendidamente fidedignos o declaradamente ficticios: Homero, Bocaccio, Shakespeare, Rabelais, Samuel Pepys, Daniel Defoe, Dostoyevski, Poe, Artaud, Camus. Es que se trata, dice, de un laboratorio que permite examinar la naturaleza humana y la sociedad en una situación en extremo excepcional. "Castigo o desastre natural, la peste, que amenaza al conjunto de la sociedad exige una respuesta colectiva que impide concretarla, mostrando así el fundamento trágico de lo político".

Desde luego, la dicotomía de atender primero la salud o la economía, que a Alberto Fernández le inspira hoy frases fervorosas en pos de la primera, a Donald Trump lo tiene a maltraer y al derechista Jair Bolsonaro le hizo menospreciar en Brasil el coronavirus tanto como al izquierdista Andrés Manuel López Obrador en México, no puede decirse que sea una dicotomía recién estrenada. El ensayo "La peste" cita, entre otras cosas, una carta que Horace Walpole, miembro del parlamento inglés, le escribe desde Londres en 1743 a su amigo Sir Horace Mann: «La ciudad está furiosa, pues usted sabe, para los comerciantes no hay peor plaga que un freno en los negocios [...]. Yo estoy temeroso de que tengamos la plaga: una isla, tantos puertos, ningún poder suficientemente absoluto o activo para establecer precauciones necesarias, ¡y todas son necesarias! ¡Es terrible!».

Madanes analiza el fenómeno de la autoridad del Estado a la luz de la creencia, también enseñada en las universidades, del origen miasmático y no contagioso de la peste, según el cual el aire estaba viciado o pútrido. Recién a partir de la peste bubónica (1347-1348), que mató, se estima, a más de un tercio de los europeos, ganó preeminencia en la administración civil, no aún entre los médicos, la idea del contagio de una persona a otra.

Leído hoy, este párrafo sobre la peste bubónica se vuelve más llamativo. "Sólo las ciudades del norte de Italia dominadas por figuras incontrovertibles pudieron implementar las medidas agresivas y necesarias para contrarrestar sus efectos. Florencia no hizo nada comparable a la dura legislación que promulgaron los Visconti en Milán o los Gonzaga en Mantua, como la cuarentena municipal, el aislamiento de las víctimas, pases o pasaportes de salud, cordones sanitarios, encierros, etc., medidas intrusivas, muy resistidas y sumamente costosas, pero eficaces. Recién a mediados del siglo XV los Medici copiaron los primeros lazzaretti. La creencia en el contagio llevó a los gobiernos a interferir más directamente en la vida de los ciudadanos, ya que consideraban peligrosa cualquier aglomeración, se tratara de colegios, servicios religiosos, procesiones, cantinas, teatros o barrios hacinados. Pordioseros, prostitutas y otras ocupaciones ambulatorias fueron percibidas como especialmente dañinas, reencontrándose nuevamente la proverbial relación entre enfermedad y desorden de conducta".

Dice luego: "La historia enseña que las políticas públicas sanitarias comenzaron a implementarse con dificultad, venciendo obstáculos puestos por teólogos, supersticiones populares, universidades, colegios médicos, curias y comerciantes, cuya confusa fusión de intereses y presuntos saberes negaban aquello que los gobernantes, desde su privilegiado lugar de observación, veían con evidencia: hay contagio y hay medidas que pueden ordenarse para paliarlo".

Es cierto que nos hallamos en una fase preliminar incomparable. Nunca antes habíamos tenido aislamiento social, preventivo y obligatorio. Fronteras cerradas, millones de personas en sus casas por orden gubernamental, es decir, ciudades desiertas listas para desairar al virus cuando se apersone en todas partes con intenciones arrolladoras. Eso tampoco lo habían hecho en forma masiva y casi sincronizada otros países, como resolvieron ahora los que tienen gobernantes razonables alineados con la OMS. Asombra: pertenecemos de modo activo -en esta etapa, por lo menos- al grupo razonable. Y al subgrupo de pocas vacilaciones previas, por delante, aquí, de potencias como el Reino Unido.

Puertas adentro, la novedad más importante tal vez no sean los que se fueron bien tarde al exterior y luego pidieron ser repatriados, los que insisten en circular sin motivos demostrables, los fugados vacacionales de Pinamar, el infectado de Buquebus, el empresario que huye a su yate o el cordobés iracundo que desafía la cuarentena y se burla del "virusito" (reminiscencia del general Mario Menéndez alardeando "que venga el principito"), ni los poderosos a los que se les permite seguir reglas propias ni otros irresponsables anónimos a los que no hay video animado sobre el funcionamiento del contagio que los persuada. Esos biotipos de desobediencia (fueran conscientes y protestatarios o, nunca mejor dicho, inconscientes) estuvieron siempre, pero al permanecer hoy en reposo la confrontación habitual de estética ideológica tal vez quedan más expuestos. Sus motivaciones parecen estar relacionadas con lo que académicamente se llama fragilidad humana.

Una buena parte de los tercos podría llegar a desayunarse más adelante con la gravedad del problema, aunque ojalá nunca se le administren métodos explícitos. Cuenta Madanes que en 1629 el gobierno de Milán, necesitado de convencer a la gente de que la peste se cernía sobre la ciudad, convocó a una ceremonia pascual en el cementerio de San Gregorio para "hablar a los ojos" de los incrédulos. Hizo circular entre la multitud, desnudos, los cadáveres de una familia entera recién fallecida, acción que a juzgar por las exclamaciones resultó convincente. Claro, también la paradoja se renovaba: la aglomeración, seguramente, ayudó a propagar la peste.

¿Cuál sería, entonces, la novedad argentina más sustanciosa desde el punto de vista de las reacciones sociales? La opuesta a los casos estridentes: la obediencia mayoritaria y, en consonancia, el fortalecimiento de la autoridad presidencial. El consenso social articulado con la severidad de los controles en un país proverbialmente reacio a asociar el cumplimiento de la ley con el brazo policial del poder político.

Madanes dice en su ensayo que "una ciudad bajo una plaga presenta una inmejorable oportunidad para estudiar la naturaleza humana, su sociabilidad, sus instituciones". Está claro que esto es sólo el principio. Falta saber si en el anunciado agravamiento -tanto de la infección y el número de muertos como del impacto económico de la parálisis- el Presidente conservará el tono moderado y firme que halló, si concentrará como hasta ahora el liderazgo, si la gran mayoría seguirá acatando lo que ordene y, por supuesto, si conseguirá mitigar los daños. No cabe duda de que también la experiencia en el orden político institucional, además de nutrir a los estudiosos, marcará el futuro.

© La Nación

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