Por Sergio Suppo
La incertidumbre que enciende la pandemia impide separar los hechos de las creencias, las certezas de las suposiciones. Cada país sabe en qué momento chocó contra
el coronavirus, pero ninguno sabe cómo quedará después de la mayor crisis epidemiológica de la humanidad.
A fines de enero, la Argentina no podía precisar si su economía soportaría las consecuencias impuestas por un acuerdo con los acreedores o, peor, las implicancias
de otro rompimiento con el sistema financiero internacional. El Gobierno, que con más resignación que optimismo aceptaba que salir de la recesión supondría al menos otro año, ahora asume
que la cuarentena obligada es un golpe todavía imposible de mensurar para la economía en general y para la situación social en especial.
Existe el consuelo de saber que todo el mundo está cayendo un escalón y que los extraordinarios desembolsos que los estados están haciendo para paliar la situación
supondrán luego un reacomodamiento generalizado y una cierta comprensión por el rompiendo colectivo de reglas básicas de la economía global. Lo que está en discusión es la capacidad
de resiliencia de la economía argentina respecto de las posibilidades de recuperación del resto de los países.
El default puede ser un recurso inevitable luego de la pandemia. Sus secuelas, sin embargo, no serán borradas por la confianza en un posible rebote económico posterior
a la paralización total. El futuro de la economía es un juego de apuestas improbables.
El coronavirus le está dando a Alberto Fernández la oportunidad de poner por delante su personalidad moderada y de desprenderse de los aires crispados que lo llevaron a
la presidencia. Por estilo, quedó más lejos que nunca de Jair Bolsonaro, pero también del primer amigo tras su llegada al poder, el mexicano Andrés López Obrador.
Todavía no se sabe si las medidas que el Presidente toma servirán para frenar la pandemia. Se conoce que las adoptó bajo los criterios de un cierto consenso científico
internacional y que viene escapando a las recetas mortalmente mágicas de personajes como Donald Trump o Nicolás Maduro.
Si bien es cierto que el ministro de Salud, Ginés González García no vio llegar la ola del contagio, es verdad que Fernández asumió el papel del jefe
de Estado para comunicar medidas tan impopulares como el encierro generalizado. Al Presidente no le debe gustar saber que en estas horas se asemeja más al estilo coloquial de Mauricio Macri que a los arrebatos épicos
de Cristina Fernández.
Si la economía es un enigma que se estirará hasta el mediano y largo plazo, la situación social y el comportamiento individual de los argentinos es un misterio que
se devela minuto a minuto, entre la responsabilidad ejemplar y la cultura de la rebeldía sin razón.
Fernández no lidera solo ese proceso complejo. Aquí y allá en el país federal hay intendentes que imponen el encierro completo de sus pueblos o gobernadores
que ponen por delante la represión al convencimiento.
Todo ocurre al mismo tiempo en el que se avecina la prueba de fuerza más difícil del sistema de salud argentino. Nadie es optimista acerca del resultado del impacto del
coronavirus con un sistema mixto como el nuestro, entre hospitales públicos que atienden como pueden y en forma desigual según la provincia, las obras sociales y la medicina privada.
Viejos y nuevos esquemas de poder y de orden social crujen frente a un enemigo ínfimo y temible. Un aprendizaje global seguirá a estos días inigualados.
© La Nación
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