Por Pablo Mendelevich |
Cuando un mes atrás Merkel le hizo en Berlín la pregunta fatídica al propio Alberto Fernández y le puso los toppings esperados -si el peronismo es de
derecha o de izquierda-, recibió la respuesta nada abundante de rigor. Una apología suavemente nacionalista del amplio espectro ideológico peronista, rica en referencias a la representación de los
más necesitados. No se conoce el grado de satisfacción de Merkel con la explicación, pero cualquiera haya sido su confusión sobreviviente es casi seguro que el domingo, de haber estado, la habría
multiplicado.
En el estrado señorial Fernández tenía a la derecha a Sergio Massa , el peronista que en 2013 como fervoroso opositor liquidó en las urnas el sueño de perpetuación de Cristina Kirchner . Ella casualmente estaba sentada a la izquierda del orador, ubicación atribuida por los formalistas a su condición de lugarteniente institucional
y por los demás a que fue la mentora y armadora del trío que ahora, casi sin hablar, tutela. Trío que ejecutó el año pasado por quinta vez el verbo volver, el más caro de la liturgia
peronista.
No había que ser alemán ni líder europeo. El domingo, debido a que en las primeras once semanas y media del quinto peronismo no sobró elocuencia, todo
el mundo renovaba, con sordina, el mismo interrogante. Más elaborado, eso sí, que el interrogante versión foránea. ¿Cuál peronismo volvió? ¿El de la Argentina feliz de los
cuarenta? ¿Uno nuevo? ¿El más pronorteamericano y anticatólico de los cincuenta? ¿El promontonero de 1973? ¿El que iba a aniquilar la subversión en 1975? ¿El del Rodrigazo, mayor
ajuste económico de la historia, también de 1975? ¿El neoliberal de los noventa? ¿El de la transversalidad trunca de los comienzos kirchneristas? ¿El que en 2007, con Cristina Kirchner, tenía
por país ejemplar a Alemania o el que siete años después con la misma líder explicaba que en Alemania hay más pobres que en la Argentina? ¿El de la guerra contra el campo y la oligarquía?
¿El de las relaciones carnales con Estados Unidos o el que maridó con Chávez y con Maduro? ¿El de las privatizaciones y la eficacia telefónica o el de las estatizaciones y la soberanía
patriótica? (no es este un catálogo, sólo un muestrario).
"Usted parece muy amplio", cuentan que le dijo Merkel a Fernández en aquella conversación, y no porque hubiera inventariado la plasticidad del Movimiento
septuagenario. El presidente le habría contestado: "Sí, pero tengo claro a quién represento". El diálogo tuvo la virtud de condensar los dos asuntos políticos hoy más candentes,
esto es a cuál amplitud se va a dedicar Fernández y, en consonancia, de quién encarnará la genuina representación, visto que su electorado no es exactamente el mismo, en términos cualitativos,
que el de su mentora y compañera de fórmula, menos en términos cuantitativos. Misterios que las 10.015 palabras que vertió ante la asamblea legislativa no develaron, entre otras cosas porque en
un primer mensaje al Congreso nunca antes un presidente había omitido expresar qué piensa hacer con la economía. Se explicó en el gobierno que la emergencia motivada por la deuda impide hablar por
ahora de un plan económico.
Fernández consiguió apaciguar la algazara propia de los actos institucionales bajo gobiernos peronistas (que está fresca porque fue parte del paisaje durante
el anterior peronismo). Ajustó el tono y el ambiente a un discurso moderado, ornamentación republicana no se sabe si llamada a quedarse o exigida por la descripción tremebunda de la crisis que se promete
superar. Pródigo en equilibrios internos, el discurso escamoteó las definiciones de orden ideológico, lo cual podría ser interpretado también como una intención de ser ecuménico.
¿Ecuménico o salomónico? Hasta las citas parecieron administradas para conformar a públicos diversos.
El presidente mencionó a Néstor Kirchner y a Perón. A Kirchner lo intercaló justo cuando hablaba de no buscar revanchas. "El punto de partida de
esta construcción social no puede ser otro que el reconocimiento del punto exacto donde nos encontramos, nos enseñó alguna vez Néstor Kirchner". Un ejemplo más procedimental que relacionado
con el porvenir. De Perón tampoco tomó una visión estratégica, acudió al lugar común. "Para un argentino no hay nada mejor que otro argentino", remake de dudosa verificación
por entonces que hizo el Perón "herbívoro", ya que el original decía que "para un peronista no hay nada mejor que otro peronista".
Pero lo más llamativo en cuanto a presidentes citados fue la insistencia con Alfonsín. No lo nombró una vez sino dos. La primera: "Supo decir Raúl
Alfonsín que nuestra democracia solo funcionará 'cuando todos estemos dispuestos a anteponer los intereses de la República a ideas particulares que resultarían estériles si no se compatibilizaran
con las del conjunto de la sociedad'. Hagamos pues del debate, del renunciamiento y del acuerdo esa mejor democracia que aun nos debemos". La segunda: "Hoy vengo a anunciar el relanzamiento de un sueño
de Raúl Alfonsín en los albores de nuestra democracia en 1983: el cuerpo de administradores gubernamentales. Un cuerpo profesional de servidores públicos formados con excelencia académica, con arraigo
a la carrera administrativa y con una mística de transformación del Estado para ponerlo al servicio de la sociedad".
Es probable que no existan antecedentes de un presidente peronista que en un discurso institucional cita una vez a Perón y dos a un líder radical. Fernández
viene mencionando a Alfonsín desde hace tiempo, al compás del interés por ensanchar su base electoral, una de las dos razones por las que también convenció al hijo del ex presidente, Ricardo
Alfonsín, de ser embajador en España. La otra razón es el prestigio del apellido Alfonsín en Europa, donde Angela Merkel no es la única con dificultades para entender al peronismo.
Que Fernández se manifieste seguidor de las enseñanzas del primer presidente de la democracia no parece tener nada de malo. El problema es que cuando ese presidente
gobernaba, el peronismo, en sus múltiples frentes, no sólo el sindical, lo combatió tratándolo de enemigo, lo comparó con Videla, boicoteó su política medular de derechos humanos,
le puso cuantas piedras en el camino pudo a la economía (con la que los radicales a su vez tuvieron en la segunda mitad severos desaciertos) y precipitó su renuncia seis meses antes de que completara el mandato.
Es cierto que durante el primer levantamiento carapintada una parte del peronismo lo respaldó en defensa de la democracia, pero eso no sirvió para compensar los catorce paros nacionales ni otros comportamientos
desestabilizadores menos explícitos. En la década siguiente Menem hizo con Alfonsín el Pacto de Olivos (bien o mal, esa es otra historia), pero ya en este siglo el kirchnerismo volvió a despreciarlo,
ignorando su política de derechos humanos y acusándolo de todos los males argentinos como parte de la Alianza. Cristina Kirchner lo reivindicó con un homenaje en la Casa Rosada sólo cuando le quedaba
poco tiempo de vida y ya carecía de algún futuro político. Que un presidente peronista considere a Alfonsín casi un prócer como si siempre hubiera sido digno de admiración sugiere,
cuanto menos, que lo que más define al peronismo es la facilidad para olvidar lo que es mejor olvidar.
© La Nación
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