Por Gustavo González |
En marzo de 2019 estaba dedicado a hilar un entramado de relaciones personales y políticas para unir al peronismo y vencer a Macri.
Tras reconciliarse con Cristina, la convencía de unificar candidatos con el peronismo de todo el país. Y les explicaba a los gobernadores, y a Massa, lo obvio: separados
perdían.
Dudaba en público de que Cristina fuera a ser candidata a presidente, y en privado sostenía que sin ella no se podía ganar, pero que con ella sola no alcanzaba.
Hegeliano. Lejos de soñar con la presidencia, hace un año tenía dos objetivos difíciles, pero posibles: que el peronismo regresara al poder y que a él
lo designaran embajador en España. Dicen que cuando lo tentaban con volver a ser jefe de Gabinete de ese futuro gobierno de unidad peronista, Alberto lo descartaba porque no quería estar de nuevo en la primera
línea de fuego como lo estuvo durante seis años.
No, este hombre no soñaba en marzo de 2019 con ser presidente. Y, menos, ser presidente durante una pandemia sanitaria convertida en la primera pandemia del miedo global de la
historia.
Es un ejemplo hegeliano viviente: si él alguna vez pensó que podía cabalgar al tigre de la historia, ahora se da cuenta de que, con suerte, podrá seguir aferrado
a los vaivenes de su cola.
Hay quienes creen que hacen la historia, pero lo único que pueden esperar es que la historia los sorprenda trabajando en el lugar adecuado y en el momento justo.
Misión. ¿Qué hubiera respondido Fernández si hace un año le proponían ser el presidente de un país en crisis, al borde del default, y que
sus cien primeros días los cumpliría en medio de una pandemia que puso al mundo en cuarentena? Cuando Reagan se vislumbraba como el ganador de la elección en EE.UU., reflexionó medio en broma, medio
en serio: “La idea de ser presidente me da miedo, y no estoy seguro de querer el trabajo”. ¿Habría respondido algo así Alberto si hubiera sabido lo que le esperaba? ¿Y qué hubieran
respondido sus funcionarios?
Es probable que una parte de ellos se arrepienta de estar ahí. Y también es probable que el Presidente, no: siempre se necesitó una cuota de locura para aceptar
gobernar un país así.
Lo cierto es que hoy Alberto es quien conduce en medio de este clima apocalíptico. Y lo curioso es que, entre tanta conmoción política, económica y social,
tiene chances de que él y la historia encuentren la salida.
Los presidentes se van haciendo al andar, buscando una misión que los diferencie de todo lo anterior.
Algunos lo consiguen.
Fernández llegó al poder gracias a su aptitud para entrelazar un frente electoral y también gracias a la historia, que algunos llaman suerte: la candidata con más
votos lo eligió a él; el resto del peronismo, que buscaba un candidato de unidad, se sumó; y a él le tocó competir con un mandatario en crisis.
Ese es el frente que ganó, pero cuyo poder está dividido entre Cristina, los gobernadores, Massa y el propio Alberto. Este ya era el debate antes del virus: ¿cuál
sería la impronta que este presidente le daría a su gestión?
Tercera fase. Hasta ahora su impronta era la de un jefe de Estado corrido del discurso de la grieta, con cierto diálogo con la oposición, con el Papa y con los países
centrales. Con un proyecto económico acotado, levemente keynesiano, que intentaba cuidar las cuentas apostando a una negociación razonable con el FMI y los acreedores para resolver el problema de la deuda y clarificar
la economía de los próximos años.
La crisis del coronavirus lo obligó a cambiar sus estrategias y una agenda que lo había llevado a confrontar, al mismo tiempo, con el campo, la Justicia, con un sector
de los jubilados y con las iglesias católicas y evangélicas por el tema aborto.
Otra vez es la historia (en este caso la evolución de fenómenos en desarrollo como la globalización, la economía virtual, la educación, la cultura
de época, la hiperconetividad de información y de virus) la que lo lleva por delante y lo hace ser distinto, de nuevo.
Primero, candidato presidencial inesperado. Después, presidente cuya voz apenas era una síntesis de su frente político. Ahora, líder de una alianza, de hecho,
entre oficialismo y oposición.
La vorágine histórica que arrastró a este hombre el último año tuvo el pasado jueves, cuando decretó por cadena nacional la cuarentena nacional,
la inauguración de su tercera fase. En ese preciso momento comenzó el intento de construcción de un liderazgo político superador.
Claramente, no fue la cadena nacional que Cristina hubiera hecho: ella no habría podido evitar las recriminaciones a la oposición o a algún país del mundo
y su tono habría estado varios decibeles arriba. Tampoco sería la de Macri: él no habría sido tan extremo en las medidas de contención y tampoco en la colaboración económica
del Estado ante la crisis, por temor a afectar el objetivo del déficit cero.
La voz de Fernández sonó razonable y novedosa. Cumpliendo con el símbolo de estar rodeado de gobernadores de distintas tendencias en momentos en que la sociedad
no aceptaría otra cosa.
Ser otro. No se sabe si los costos económicos de una cuarentena nacional en medio de una recesión serán más o menos graves que los costos del coronavirus.
Pero el Presidente interpretó bien el pánico social que primero le tema a la muerte y después a la destrucción económica.
En pocos meses se sabrá si Alberto Fernández logrará terminar de ser otro, de encontrar su verdadera misión como presidente, parecido pero distinto de lo
ya conocido.
Dependerá de una cuestión muy concreta: cuántas víctimas arrojarán la pandemia del virus y la pandemia del miedo. O sea, cuántas serán
las víctimas fatales de la enfermedad en comparación con el resto del mundo. Y cuántas serán las víctimas económicas producto de la parálisis del país.
En cualquier caso, el desafío del Presidente es convertirse en el líder de ese sector de la sociedad que desde hace años se mostraba hastiado de la grieta y que
hoy, por esas cosas del devenir histórico, de pronto se convirtió en mayoría.
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