Por Roberto García |
Ahora, más rápido de lo imaginado, se renueva el litigio funcional con los Fernández, una sociedad inestable por sus propios protagonistas y adláteres que,
en apenas dos meses, diluyeron el maquillaje del triunfo.
Se suponía más duradera esa protección facial antes de ver la existencia de dos nítidos bandos, albertismo y cristinismo, él y Ella. Esa desfiguración
del idílico dúo incita a un doble apetito:
Ella. Desde un extremo se alientan diferencias casi insalvables: ella atornillando su poder político en los cargos, promoviendo como sucesor a su hijo, alterando con declaraciones
la estrategia oficial sobre la deuda, movilizando fieles discordantes (Kicillof, Berni), desafiando actos de la misma administración (De Pedro a favor de la existencia de presos políticos), promoviendo estrés
a quien no le sobra sosiego ni salud, destacando que en la Casa Rosada gobierna más de uno y descubriendo, en suma, la memoria sobre la eventual duración de los perdones femeninos que le permitieron al binomio
aterrizar en el poder y que ella aplicó a unos (Alberto, Massa, Sola) y negó a otros (Randazzo, Julián Domínguez, Julio De Vido o el López de los bolsos).
Y si bien vende alegría por la recuperación de su hija (ver última fotografía de ambas con fondo de piscina en suelo tropical), también se molesta
con la manada que en busca de un conchavo le confiesa cierta desazón porque “el Gobierno no arranca” y Alberto es un jefe de Gabinete más que un presidente.
“No es mi deseo que así sea”, asegura. De paso, sin embargo, lo complica con demandas al FMI que al jefe de Estado le parecen “observaciones pertinentes”,
pero no condiciones debido a que es él quien tiene la última palabra. Igual la semántica no explica este festival de acechanzas.
El. Tampoco falta barbarie del otro lado, hartos quizás de la presión pendenciera de los socios. Si hasta han llegado a recordar la inutilidad y el daño que ha provocado
el rango vicepresidencial, función alimentada solo por la deserción o muerte del superior: ambiciones desatadas de uno, prevenciones exageradas de otro. El caso Néstor-Scioli fue una muestra de esas intrigas,
que privaron al vice de su despacho en la Rosada y hoy ni siquiera Cristina pretende ocuparlo para que nadie se haga los rulos, según su versada lírica.
En Chile, como forma de erradicar esos entuertos, decidieron eliminar esa figura jurídica –el tema se conversó en la reforma argentina de 1994, y no prosperó–
y la función de vice la ocupa el ministro del Interior (al cual, claro, el presidente despide cuando se le da la gana). No es una vía, claro.
Apenas un farol mediático para agregar combustible a la telenovela en la que Alberto, de seguir la tendencia crítica, en lugar de ser quien controla al mastín quizás
se transforme en un ajeno a la dama y diga: “No soy Cristina”. Algo más que una consigna: puede expresar a más de un gobernador (Perotti, Schiaretti, Manzur), a una legión de intendentes bonaerenses,
a una buena parte de la ardiente audiencia.
Ni hablar del exterior, que suele ver a Cristina como un fantasma que asocia sin ruborizarse a Mao con Deng Xiaoping como si fueran lo mismo o descubre hoy las miserabilidades del Ciadi,
del Banco Mundial y de las multinacionales luego de haberse callado en su gestión e indemnizado por volúmenes gigantes a no menos de cinco grandes compañías norteamericanas.
Ni siquiera respetó la estrategia inicial de Néstor.
La sangre no llega al río. Pero enturbia. Cauteloso, Alberto colma a Cristina de requiebros mientras ella casi ni lo menciona en sus esporádicas presentaciones literarias,
más bien lo desconoce. Y lo opaca, tal vez sin quererlo.
Cuando volvió de Europa, el mandatario exhibía un aura de reconocimiento que lo acercaba al FMI, tema que entiende crucial para resolver la deuda: se supone que un arreglo
con el organismo forzará la alineación de los acreedores privados según la Justicia de Estados Unidos (hay un par de fallos al respecto).
Presumía también del apoyo de Angela Merkel, por ejemplo, con quien en dos días apenas se vio en una cena en la que ella le reclamó por contratos de turbinas
de Yacyretá que merodean los 150 millones de dólares. Dijo, sí, que acompañaba a Fernández, pero ella y su fracción siempre estuvieron en contra de que los alemanes de 75 años
les pagaran la jubilación a los griegos de 55 u otros despilfarros como el de los argentinos. No debe creer tampoco que en la Argentina se pase la misma hambre que en el Cuerno de Africa, no son comparables los auxilios.
Tampoco sirvió mucho lo de Macron, a quien pudo ver merced a una gestión del banquero Rothschild y no por obra del chileno Ominami.
Aun así, Fernández se tiñó internacionalmente. Guzmán con su discurso en el Congreso no ayudó mucho, pero menos lo hizo Cristina con denuncias
sobre el FMI que, ciertamente, apuntan a Donald Trump.
Es su guerra, es Kiciloff diciendo que no debe ser sacrosanta la propiedad privada mientras dice que empeña el alma para que cada bonaerense tenga su casita propia (¿no van
a ser propiedad privada?) o Grabois declamando que prefiere el default y no un mal arreglo con el FMI, sin precisar las consecuencias de un default y, mucho menos, de lo que es un mal arreglo.
Nadie sabe si esas son las mismas guerras de Alberto.
Tendrá que resolver este intríngulis con Ella, tal vez en una cena en la que reciba menos críticas personales que en otra ocurrida luego de un viaje del Presidente
a Rosario.
Se le precipitan los acontecimientos y no le alcanza para llenar la heladera con las denuncias y oprobios a Mauricio Macri, ahora en una isla del Tigre porque confía en la política
argentina, donde nadie se muere, todos se desmayan. Apenas.
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