Por Manuel Vicent |
No es tan difícil imaginar cómo quedará este mundo cuando desaparezca la raza humana de la faz de la Tierra. Sin duda los simios celebrarán el acontecimiento rascándose las axilas entre grandes carcajadas y esta vez ninguna serpiente les ofrecerá manzanas, porque no habrá un mono que quiera ser dios, por la cuenta que le trae. Entre los animales seguirá la lucha cruel por la vida, pero gracias a que en ella ya no participarán los humanos la maldad dejará de existir.
Desaparecida la ponzoña que ha generado la humanidad volverá la gloria vegetal a cubrir el planeta. El mar habrá purgado toda la basura, los ríos serán azules y las cascadas plateadas, en los montes y valles se producirá un gran sosiego preternatural semejante al que hubo en el viejo paraíso cuando las mariposas volaban sobre los helechos arborescentes.
El fin del mundo, lejos de estar provocado por un gigantesco cataclismo, puede que comience un lunes por la mañana con un simple estornudo de un ser anónimo que ha cogido un catarro en un punto perdido de cualquier continente. Su desarrollo no será muy diferente de cuanto sucede hoy en esa ciudad china de Wuhan, que parece un avance o tráiler del espectáculo del fin de la raza humana, con las fronteras cerradas, las calles de las ciudades desiertas, sus habitantes confinados en sus casas con mascarillas sin hablar porque las palabras, sobre todo las de amor, transportarán el virus letal.
¿Y si este ensayo del fin del mundo fuera solo una falsa alarma debida a oscuras fuerzas del mal para vender vacunas? En ese caso, tal vez sería el miedo, una peste que carece de anticuerpos, el que acabara con la raza humana, hasta el punto que, bajo este régimen de terror, quien estornudara sería sulfatado, quien tosiera sería ahorcado y así hasta que el último bípedo, que se creía dios, a causa del propio miedo, desapareciera de la faz de la Tierra.
© El País (España)
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