domingo, 16 de febrero de 2020

Palabras en guerra

Por James Neilson
Si bien hoy en día escasean los lingüistas que aún adhieren a la teoría de que el idioma que hablamos moldea nuestros pensamientos, la idea de que en última instancia todo depende de las palabras que usamos sigue fascinando a personas de mentalidad totalitaria. Tanto en la Argentina como en otros países, militantes de diverso pelaje están librando una guerra exitosa contra formas de hablar tradicionales en nombre de su versión particular de la corrección política.

Lo que quieren hacer es eliminar del vocabulario común expresiones que a su entender reflejan actitudes reaccionarias, imperialistas, racistas o sexistas y que por lo tanto merecen ser consideradas como una manera de incitar al odio. Aun cuando no sea ilegal, en Estados Unidos y Europa el empleo de una palabra equivocada puede ser suficiente como para poner fin a una carrera promisoria, ya que abundan los CEOs que temen que su empresa sea blanco de la ira, y tal vez del “lawfare”, de grupos organizados de presuntas “víctimas” de una agresión verbal.

Aquí, los resueltos a apoderarse del lenguaje y, esperan, de lo que piensa la mayoría, han montado una serie de ofensivas contra aquellos que, a pesar de todo, insisten en reivindicar la libertad de expresión. Lo mismo que en otras latitudes, propenden a creer que es más importante cambiar las actitudes de la gente de lo que sería continuar procurando vender novedosos esquemas económicos que, como tantos que ya se han ensayado, estarían destinados a fracasar. Acaso por entender que no les será dado reeditar el milagro de los panes y los peces como habían prometido, en buena parte del mundo los progresistas y contestatarios han optado por concentrarse en la batalla cultural.

Algunos, como los que quieren que la calificación prestigiosa de “preso político” sea ampliada para abarcar a todos aquellos militantes kirchneristas que están entre rejas por delitos de corrupción, tienen objetivos claramente sectoriales. Otros, los dueños de la franquicia “derechos humanos”, son un poco más ambiciosos; están resueltos a hacer de lo que llaman el “negacionismo”, es decir, de la voluntad de minimizar la malignidad del terrorismo de Estado, un crimen punible.

Y, de más está decirlo, los hay que sueñan con dinamitar estructuras lingüísticas que se remontan a más allá del neolítico para que el castellano deje de privilegiar a lo masculino, lo que, parecería, requeriría el reemplazo de la terminación “o” que se usa tanto para femenino como para masculino porque, a su juicio, sugiere sumisión, por una “e” menos patriarcal. Están ocupados confeccionando un dialecto que para muchos suena a catalán, si bien los custodios de dicho idioma están procurando purgarlo del sexismo que le es inherente.

Pues bien: ¿Son “presos políticos” Amado Boudou, Julio De Vido, Milagro Sala, Ricardo Jaime y Luis D’Elía, para nombrar a los personajes más notorios que militantes K, como el infaltable gobernador bonaerense Axel Kiciloff, quisieran ver liberados? Lo serían si la cleptocracia fuera considerada una alternativa política tan digna como cualquier otra, pero ni siquiera Cristina y sus incondicionales están dispuestos a ir tan lejos.
Sus pretensiones en tal sentido se basan en la convicción nada arbitraria de que las sentencias dictadas por la Justicia fueron posibilitadas por el clima político imperante. Dan por descontado que, de haberse “democratizado” la Justicia como proponía Cristina, a ningún juez se le hubiera ocurrido condenarlos por lo que hicieron. Estarán en lo cierto; de haberse consolidado la hegemonía kirchnerista, principios “burgueses” relacionados con la corrupción no hubieran encontrado un lugar en el código penal del país.

La campaña a favor de la liberación inmediata de todos los presos K ha puesto en aprietos al presidente Alberto Fernández que está tratando de convencer a sus interlocutores extranjeros de que es un mandatario aún más normal que Mauricio Macri. Sabe muy bien que no le convendría del todo politizar la Justicia de manera tan burdamente flagrante como piden sus socios, pero también entiende que, por ahora cuando menos, le sería peligroso desafiarlos. En un esfuerzo por quedar más o menos bien con todos, dice que en su opinión no hay “presos políticos” pero que así y todo hubo, como en el caso de Cristina, “un montón de arbitrariedades en los procesos por su condición de opositora”. Por su parte, el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, coincide en que “la categoría de presos políticos no cabía en la Argentina” pero sí hubo “una lógica de persecución y lawfare funcionando en el país”.

De más está decir que tales intentos de apaciguar a los kirchneristas con sutilezas semánticas y jurídicas propias de un profesor de derecho al que le encantan las distinciones finas sólo han servido para llamar la atención al cisma interno que separa a los albertistas, que a su modo son moderados, de los cristinistas, que no lo son en absoluto. De solidarizarse el Presidente con estos últimos, se alejaría irremediablemente de la mitad, o más, de la población que se resiste a tomar la corrupción por un mal menor “anecdótico” al que es necesario acostumbrarse porque tratar de reducirla provocaría demasiados problemas. También asustaría a los inversores en potencia, si es que todavía hay algunos, que ya sospechan que la Argentina se asemeja al oeste salvaje en que ningún poderoso soñaría con acatar la ley.

Asimismo, mientras estaba en Francia, Alberto dijo que estaría dispuesto a impulsar una ley contra “el negacionismo”, que, según parece, en la Argentina significaría fingir creer que en los años setenta del siglo pasado no hubo “terrorismo de Estado” o que, si lo hubiera habido, pudo justificarse. Se trataría de un intento, uno más, de equiparar las matanzas que se perpetraron aquí con el “holocausto” del pueblo judío en Europa. Es lo que quieren hacer quienes hablan de “genocidio”, una palabra que fue acuñada originalmente para describir el exterminio sistemático de un grupo étnico entero pero que pronto fue apropiado por los defensores de personas asesinadas bajo otros pretextos.

En diversos países del continente europeo, quienes niegan que el holocausto haya sucedido o lo tratan como nada más que “un detalle” histórico corren el riesgo de verse condenados a pagar una multa o pasar un rato en prisión. Aunque puede argüirse que las leyes en tal sentido sirvieron para algo positivo en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, desde entonces no han ayudado a mantener a raya al antisemitismo que últimamente ha adquirido proporciones alarmantes.

Tampoco serviría para mucho que aquí el Congreso aprobara leyes para penalizar intentos de reivindicar la metodología para enfrentar el terrorismo no estatal que el régimen militar heredó del gobierno constitucional del presidente Juan Domingo Perón; desde el derrumbe de la dictadura, el consenso casi universal es que era insensata.

En cuanto a quienes dicen que no hay por qué creer que hubo 30.000 desaparecidos, ya que según la evidencia disponible hubo aproximadamente 10.000, tal pormenor no perturba a los comprometidos con la cifra sacralizada que, para ellos, vale muchísimo más que la mera verdad. Muy pocos se atreven a cuestionarla porque las organizaciones politizadas que dicen defender los derechos humanos no vacilan en castigar a quienes se animan a hacerlo, tratándolos como herejes blasfemos que atentan contra lo que a su entender debería ser el culto oficial.

Es que, si bien la “guerra sucia” finalizó hace casi cuarenta años, el país aún dista de haber saldado cuentas con aquel período desgraciado, razón por la que serían perjudiciales medidas encaminadas a intimidar a los interesados en tratar de estudiarlo de manera objetiva. Sea como fuere, aunque incomoda a muchos, sigue siendo legítimo preguntarse: ¿Cuánto contribuyó a la tragedia la incapacidad de los “políticos civiles” para hacer frente al desafío planteado por el terrorismo? Al dejar todo en manos de las fuerzas armadas, virtualmente garantizaron que procurarían resolver el problema manu militari, lo que, debería ser innecesario decirlo, implicaría el empleo de métodos totalmente incompatibles con el respeto por los derechos humanos.

Fuera de la Argentina, a pocos les interesan los intentos de hacer de “políticos presos” un sinónimo de “presos políticos” y promover una interpretación pasajeramente oficialista de los conflictos feroces que tanto ensangrentaron el país más de una generación atrás. En cambio, quienes procuran limpiar el idioma del sexismo están participando con entusiasmo de una campaña internacional que comenzó, hace medio siglo, en el mundo anglohablante donde, felizmente para los feministas, no les resultaba muy difícil presionar a la mayoría para que adoptara giros supuestamente más igualitarios. Bien que mal, no puede decirse lo mismo de idiomas estructuralmente sexistas como el castellano, el alemán y las lenguas eslavas, pero parecería que los problemas así supuestos no amedrentan a los reformistas. Para disgusto o diversión de los demás, insisten en confeccionar palabras extrañas como “todes”, “chiques”, “politiques” y “amigues”, o si son menos revolucionarios, aludir a “muchachos y muchachas” para que nadie se sienta excluido o excluida. Aunque en opinión de muchos los resultados de sus esfuerzos son bastante feos, pueden contestar afirmando que criticarlos por razones estéticas es de por sí insoportablemente discriminatorio.

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