Por Héctor M. Guyot
E l gobierno actual nació de un acto marcado por una alta dosis de hipocresía. Y por partida doble. Aunque Alberto Fernández ha mantenido una cierta coherencia desde
que asumió, resultan difíciles de olvidar las piruetas discursivas que dio tras cerrar el pacto que lo llevaría a la presidencia: su socia pasó de ser una traidora a la patria a encarnar la esperanza
nacional.
Por su parte, Cristina Kirchner simuló un paso al costado y se puso el traje de actriz secundaria: resultaba imperioso volver al poder y aliviar su gravísima situación judicial. En campaña,
la verdadera naturaleza de ese acuerdo quedó velada por el discurso populista de los candidatos y la condescendencia mediática. Ahora, ese vicio de origen, que no fue obstáculo para resultar favorecidos
por el voto, está empezando a pasar factura al Gobierno y al país.
La verdad acaba por aflorar. Eso es algo que los argentinos no aprendemos. Pareciera que vivimos cómodos en el engaño. Nos dejamos mentir y nos mentimos. Por ingenuidad,
conveniencia o pereza, tendemos a creer que haciendo lo mismo de siempre vamos a obtener resultados distintos, así como esperamos que los que siempre hicieron las cosas de una manera esta vez las hagan de otra. Esa
mezcla tan autóctona de hipocresía y voluntarismo, que la clase política ha sabido usufructuar, nos mantiene atados al fracaso.
La deuda es un buen ejemplo de nuestra tendencia a barrer la mugre bajo la alfombra. Hay aquí dos autoengaños flagrantes. El primero es la idea de que la Argentina resulta
víctima de crueles usureros extranjeros que, en un sistema perverso, buscan que el país se desangre. Los usureros existen, qué duda cabe; el sistema financiero internacional fue entramado por aquellos
que manejan la plata, que saben cómo inclinar la cancha. Pero no es verdad que la Argentina sea una víctima, como dieron a entender el Papa y el ministro de Economía, un técnico aparentemente bien
intencionado al que le están enseñando a hacer la pausa para el aplauso populista. En todo caso, la Argentina es un rehén voluntario, condición que les debe al cinismo y la impericia de una clase
dirigente que, a lo largo de décadas, ha edificado un Estado signado por la corrupción y el clientelismo.
Lo insostenible no es la deuda, sino el gasto público que la sostiene y eleva. Más allá de la necesaria inversión social, ese gasto tiene mucho que ver con
la concepción del Estado como botín político (llenarlo de militantes y amigos, conceder prebendas y favores) y económico (robar de cuanta caja pública haya, en los tres niveles). De nuevo,
el país no es la víctima de grandes potencias, sino de dirigentes que han desvirtuado la naturaleza del Estado al punto de convertirlo en un instrumento de sus privilegios mientras alrededor crecía la
pobreza. Con el permanente tironeo por la torta entre las corporaciones instaladas, ¿qué queda para los excluidos?
Segundo engaño: creer que una exitosa renegociación de la deuda acaba con el problema y nos deja a las puertas del milagro argentino, ese que está siempre por llegar
y nunca llega. Esquivar el default es imprescindible, pero no arregla nada. Por si hacía falta, lo comprobamos de nuevo con el préstamo que el FMI le dio a Macri. El déficit del Estado argentino no es
circunstancial, sino estructural. Y está tan inscripto en nuestra cultura que nadie sabe cómo desarmar el monstruo, alimentado durante generaciones y fortalecido con anabólicos durante el gobierno de Cristina
Kirchner. Nadie se atreve, tampoco. Más fácil, pedir plata o imprimir. Así, el delirio de vivir por encima de nuestras posibilidades (en nombre de los pobres) es pagado finalmente por los pobres mediante
la inflación. Costos de la política, que no repara en costos.
También el engaño de origen empieza a mostrar fisuras. A pesar de ser la vicepresidenta, Cristina Kirchner parece estar más allá, por encima, como una suerte
de diosa omnipresente que tiende sus hilos en silencio. Así, se ha quedado con el control de cajas y organismos fundamentales, en especial aquellos con los que acaso espera salvar los pruritos de Alberto Fernández
en relación con un rápido despliegue del operativo impunidad. Cada vez que habla, en forma directa o a través de alguno de sus soldados, esmerila la autoridad o la gestión del Presidente, que resiste
en sus posiciones, como en la disputa por los detenidos K, o se hamaca (polémica con el FMI). A la luz de los hechos de esta semana, la confrontación futura entre los socios parece inevitable y la convivencia
en el poder, ilusoria.
La apuesta de la vicepresidenta es extrema. Pretende que el país tolere vivir en el relato: las causas de corrupción que se le siguen son fruto del lawfare, es decir, invento
de medios "hegemónicos" y jueces venales para someter a una abanderada del pueblo. ¿Aceptará el país tal cosa luego de toda la prueba reunida y de las confesiones de tantos empresarios?
¿Viviremos con semejante nivel de hipocresía en sangre?
© La Nación
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