Joan Manuel Serrat, el día de su investidura como doctor Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza. (Foto/Jordi Socías) |
¿Qué es la gloria? ¿Que te aclamen miles de personas y después del concierto te asalten tus admiradores, te rompan la camisa y se lleven los botones de recuerdo?
Tal vez la gloria consiste en que en cualquier restaurante de moda haya siempre una mesa para ti aunque te presentes sin avisar, o en que al pedir la cuenta en un bar el camarero te diga que la ha pagado aquel señor
desconocido que está en la otra esquina de la barra.
El filósofo Francesc Pujols dijo que los catalanes vivían alimentando este sueño: “Llegará un día en que los catalanes, adonde
quiera que vayamos por el mundo, lo tendremos todo pagado”. En Joan Manuel Serrat este sueño se cumple a menudo y también suele aceptar con naturalidad que un matrimonio de cierta edad se acerque a felicitarle y la mujer le confiese
que ha engendrado a sus hijos escuchando sus canciones en el dormitorio un sábado por la noche. ¿Cuántas Penélope no deben su nombre a la canción de Serrat? A estas alturas todavía se
sorprende de que hasta ahora nadie le haya pedido daños y perjuicios.
Ayer Joan Manuel Serrat fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza. Su familia materna tiene sus raíces en Belchite, pueblo aragonés que quedó
reducido a escombros por el odio alternativo de los dos bandos de la Guerra Civil. Este reconocimiento académico viene a devolver al artista al origen de la mitad de sus antepasados, de modo que también puede
suceder que la gloria se halle dentro de ese birrete de huevo hilado impuesto en la cabeza de Serrat por sus méritos, entre otros, el de su rebeldía moral, tenaz, comprometida, puesta a prueba en momentos muy
difíciles, que ha hecho compatible con la alegría de vivir.
Serrat representa esa catalanidad transversal, que más allá de Wifredo el Velloso y otras historias, se alimenta de ese
misterioso latido que da la tierra en la que uno ha nacido. En efecto, las raíces constituyen la identidad de una persona siempre que no sean como las de una calabaza sin más horizonte que el bancal donde se
cría. Guardo un recuerdo inolvidable de una noche de verano en que su canción Paraules d'amor sonaba bajo las estrellas en la orilla del mar y yo la oía desde una barca de pescadores repleta de gente de distintas razas. Aquella voz de Joan Manuel Serrat daba a entender que había una
patria universal a la que te llevaban aquellas palabras de amor pronunciadas en una lengua excelsa, deudora del latín. Puede que el Mediterráneo sea hoy un mar sucio, pero el que canta Serrat es ese mar cuyos
miles de ahogados bajan al fondo del abismo donde hay dioses griegos y romanos también naufragados junto a ánforas que trasportaron aceite y vino entre varias culturas, es el mar que ha enseñado a sus
habitantes la moral de los pequeños placeres, a moverse entre la locura y el buen sentido. En este caso ser catalán consiste en haber nacido en el Poble Sec de Barcelona y respirar el aire que llega de Grecia
y de Italia frente a la política del botiguer de vetes i fils y del tortel del domingo después de misa de doce. Serrat es un catalán de Madrid, de Buenos Aires, de México, de Santiago de Chile, y también de cualquier
taberna de Mahón con un vaso de vino en la mano.
Aquella noche de verano la canción de Serrat te llevaba a la patria universal de la adolescencia, donde estaba aquella niña cuyo nombre ya
no recuerdas, que oyó tus primeras palabras de amor, sencillas y tiernas; ¿a quién no le ha pasado? Teníais 15 años; la querías, ella también te quería; no sabes qué
habrá sido de ella, dónde estará, la perdiste y no la vas a volver a encontrar. Podía ser de cualquier lugar y aún la llevas unida a los primeros temblores de la carne.
Mientras Sabina ha permanecido en boxes de reparación de su motor de explosión después del percance del último concierto en que, deslumbrado por los focos,
por no pisar un cable se cayó al foso, Serrat recibe el reconocimiento de doctor, pero en el aire quedará la imagen para la historia sacando a su compañero del escenario del Wizink Center en silla de ruedas
a pedir disculpas. Un día Rafael Azcona les dijo: “Lo habéis conseguido todo, venga, dejadlo ya”. Cómo lo va dejar Sabina si sigue imbatido después de haber clausurado tantas madrugadas
meando sobre el limón espumoso de tantos urinarios; si Joan Manuel Serrat ha sobrevivido al Mediterráneo y conserva intacta la melancolía de aquellos tranvías que transportaban hacia las playas
los domingos a gente vencida y la devolvían a la ciudad solo derrotada por el sol, con los labios salados y la piel quemada, el bañador olvidado tras las cañas, con el olor a brea que despedían
las redes de los pescadores tendidas en los muelles donde dormían los gatos. ¿Acaso por su libertad no merece Serrat, a dondequiera que vaya, que le inviten a una ración de gambas y que después lo
hagan, si se tercia, Doctor Honoris Causa?
© El País (España)
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