Por Pablo Mendelevich |
Sin embargo, para unos ocho millones de argentinos, que tienen dos o más dictaduras encima, que crecieron obligados a vivir pendientes del poder militar, de los tutelajes,
fragotes, intrigas, arengas, planteos, levantamientos, en fin, que pasaron parte de su cotidianeidad en el paisaje pendular de los golpes de estado, la parsimonia con la que un nuevo gobierno renueva los altos mandos quizás
no sea tan natural. Es un ritual dichoso, representativo de la disrupción con el pasado. Un mérito colectivo del que vale la pena jactarse.
Claro, podría decirse que ya está, que el fenómeno no es novedoso, que la democracia continua cumplió los 36 años. Pero sucede que dentro de la
noticia inadvertida del jueves hay otra. Otra buena nueva, solapada: el peronismo ya no estaría tan interesado en reincidir con sus experimentos de partidización castrense. Por lo menos nada se dijo ahora en
esa dirección.
El último de esos experimentos no quedó tan lejos, fue hace seis años y medio. Y su mentora se desempeña hoy como vicepresidenta de la Nación.
Al asumir en 2013 el ya por entonces conocido general César Milani, que pasó de manejar la inteligencia del Ejército a conducir toda la fuerza, con injerencias en la Armada y la Fuerza Aérea, prometía alinear a sus subordinados con «el proyecto
nacional». Para más datos el ministro de Defensa era Agustín Rossi, el mismo que ahora.
Hasta aquí la buena noticia: no viene otro Milani (sin hablar de las demás facetas que le dieron fama a este general de inteligencia con unidad básica propia).
La mala es que la Argentina sigue sin tener política de defensa. Un vacío arrastrado desde los noventa, cuando otro gobierno peronista, el de Menem, mientras buscaba clausurar el trauma de la represión
ilegal mediante indultos sacaba a las Fuerzas Armadas del juego político por vía de la asfixia presupuestaria, pero no configuraba para ellas, en sustitución, una misión de largo plazo. La paradoja
era clara: asignarles una misión precisa (más allá de las misiones de paz u otras tareas ocasionales) habría exigido un aumento de presupuesto. Es decir, algo antagónico con la decisión
de arrumbarlas para que no fueran instrumentadas de nuevo por civiles propensos a tonificar las ínfulas morales de los uniformados («estamos en un plano superior», decía con franqueza irrepetible
la proclama del primer golpe de estado, en 1930).
En estas condiciones, con nueva cúpula y sin política de defensa nacional conocida, Fernández presidió el viernes la ceremonia de despedida de un nuevo
contingente de Cascos Azules, en Campo de Mayo, y allí exaltó, con acierto, el dato de que ya no hay militares que no se hayan formado en democracia. Vaya si no es una novedad que merezca ser celebrada en un
país que sufrió seis dictaduras, la última de las cuales fue sanguinaria, gestora de un sistema criminal de represión que alcanzó los confines de la perversión.
No se trata de una novedad política. Es biológica. Una purificación que no supieron tramitar los sucesivos gobiernos, pese a que lo intentaron. Basta recordar
que las polémicas leyes de punto final y de obediencia debida de Alfonsín pretendían bajo presión discriminar a los militares pasibles de ir a juicio según su grado de responsabilidad durante
la represión ilegal y exculpar al resto. Finalmente la purificación plena la consiguió el paso del tiempo. No sólo supone esto que no haya más legajos de oficiales con antecedentes vidriosos
en cuanto a violaciones de derechos humanos. Visto con perspectiva histórica, el hecho de que todos los oficiales activos sean de la democracia consagra un cometido muy ambicionado, el apartamiento de las Fuerzas Armadas
de la acción política, la eliminación de la experiencia como estímulo a la repetición.
No es una cuestión sólo referida a la última dictadura. Hay algo todavía más profundo relacionado con la desprofesionalización de las Fuerzas
Armadas que viene del siglo XIX. Así como Perón tras la Revolución del 43 premiaba la lealtad militar al régimen peronista, Yrigoyen en 1922 buscaba compensar con ascensos a los militares que habían
participado de las revoluciones de 1890, 1893 y 1905 con el argumento de que ellos habían prestado «un servicio a la nación». Autores como Alain Rouquié y Robert Potash ayudan a entender la
metástasis del desvirtuado papel militar en la historia institucional del siglo XX.
Pues bien, ahora no hay más ningún militar en actividad que haya participado de revoluciones, ni de golpes ni de dictaduras, menos de la represión ilegal. Fue
lo que exaltó Fernández. Dijo: «Esto amerita que de una vez por todas demos vuelta la página y celebremos». Es obvio que se refería a la meta de tener Fuerzas Armadas profesionales en
las que no revistan cuadros con pasados tenebrosos o discutibles. Pero en algunos organismos de derechos humanos las palabras del Presidente se interpretaron como si se fueran a poner en riesgo los juicios todavía en
curso, las condenas o la cuestión de la memoria. Es verdad que el discurso presidencial también habló de «inconductas» individuales, que no es la mejor forma de referirse a lo que la Justicia
acreditó como un plan sistemático de violación de los derechos humanos, aunque no parece ello suficiente para pensar que Fernández se volvió un émulo de Cecilia Pando. Más tarde explicó que se refería a «delitos atroces que determinaron horribles e imperdonables padecimientos».
Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, una referente habitualmente moderada sobre todo si se la compara con su rival Hebe de Bonafini, tuvo a renglón seguido un exabrupto mucho mayor al llamar a Fernández negacionista, palabra que él mismo había puesto en el
candelero. A principios de este mes Fernández anunció en París una ley para castigar el negacionismo.
Al pedir disculpas por haber usado la expresión «dar vuelta la página» que supuestamente hiriera «la sensibilidad de las víctimas», como
escribió en un tuit, Fernández sumó sin querer un par de conceptos capaces de expandir las controversias. El primero fue su argumento de que él siempre, desde un principio, defendió la causa
de los derechos humanos. Seguramente en el Instituto Patria le recomendarían no menear demasiado la palabra siempre, en atención a que Cristina Kirchner, abogada que jamás se ocupó de los derechos humanos en su provincia, recién conoció a las Madres en 2003. Los organismos nunca
se mostraron preocupados por el descubrimiento tardío y súbito de los derechos humanos de parte de los Kirchner.
El segundo concepto fue: «No quiero que nadie dude de mi compromiso a favor de la verdad y la justicia». Ahí el problema está en que quien duda es él,
junto con su vicepresidenta y todos los miembros de su gobierno que sostienen que en la Argentina no hay justicia, ya que esta ha sido manipulada por el «lawfare». Como se sabe, el Gobierno sostiene que las causas de corrupción contra figuras del kirchnerismo, algunas de las cuales están en prisión,
son producto de una manipulación orquestada por jueces, fiscales y periodistas de investigación. En el oficialismo hay un matiz respecto de las prisiones preventivas, porque un sector considera que los detenidos
son «presos políticos», casualmente la misma expresión que solían usar -y todavía usan- los familiares de militares acusados de violaciones a los derechos humanos. Si la Justicia es
manipulable por razones ideológicas, como ahora sostiene el Gobierno, en una escala tan grande que envuelve a toda la corrupción del período 2003-2015, ¿en otros rubros, como los relacionados con
las violaciones a los derechos humanos, sería impoluta? El Gobierno, que cada día pergeña un mecanismo nuevo para que zafe su propia gente -empezando por Cristina Kirchner– de las persecuciones penales necesitaría explicar mejor por qué no debe dudarse del «compromiso» de Alberto Fernández
«con la Justicia».
Mientras tanto, como suele ocurrir en la Argentina, el escándalo se tragó a la sustancia. Las disculpas presidenciales primero y luego las disculpas de quien lo había
llamado negacionista soslayaron la noticia que dio el Presidente sobre Fuerzas Armadas ajustadas a la democracia. Tal vez, también, porque faltó decir qué viene al dar vuelta la página.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario