Por Javier Marías |
Andaba yo corrigiendo un texto, de modo que me limité a responderle:
“Vale. No me alarmo”, y seguí a lo mío. Ni siquiera le di las gracias en contra de mi costumbre. Al cabo de un rato llegó mi mujer, a la que por fortuna había llamado otra persona de
la editorial, el eficaz Gerardo, violento por verse obligado a contarle esta anécdota cretina. Y aun así le preguntó: “Pero ¿Javier está contigo?” En aquel mismísimo momento
no lo estaba, pero me había visto diez minutos antes, menos mal. Pese a la presteza de Alfaguara, una de mis mejores amigas, Mercedes, también la telefoneó, con el alma en vilo. En vista de lo cual me
pareció conveniente (hasta aquel instante había hecho caso omiso) advertir con un mensaje a unas cuantas personas próximas, por si el bulo las alcanzaba y se llevaban un disgusto gratuito. (El deficiente
italiano me hizo perder bastante tiempo.) Mercedes me dijo más adelante que se había enterado por llamadas de gente inquietada o ya fúnebre (ella trabaja conmigo, así que se la presumía fuente
de información fidedigna), y que durante veinte minutos, hasta que habló con Carme, se enfrentó angustiada a la idea de que había muerto de un infarto, como afirmaba la cuenta falsa.
Esto es muy viejo. Ya Mark Twain reaccionó ante la noticia de su defunción tildándola de “exagerada”. Y Borges, si mal no recuerdo, calificó la
suya de “prematura”. Los dos tuvieron razón y los dos mostraron humor. Obviamente, dar esa clase de noticia carece de mérito y de imaginación, porque llegará un día en que será
cierta para todo el mundo, y a cualquiera le puede dar un infarto hoy o mañana. Hacerla pasar por verdadera, así pues, está tirado: siempre puede ocurrir. Uno se limita a preguntarse qué clase de
cretino se dedica a propagar bulos tan tontos, ramplones y dañinos. No para la persona cuyo fallecimiento se inventa, sino para sus allegados. No me quito de la cabeza que para mi amiga Mercedes los veinte minutos de
incertidumbre se le hicieron eternos. Y Carme me dijo: “Menos mal que ha pasado estando juntos. De haber estado yo en mi ciudad y tú en la tuya, no quiero ni pensarlo”. No se sabe —a mí me resulta
imposible, todavía, ponerme en el lugar de un cretino manifiesto— qué saca en limpio ese italiano. Me cuentan que unos días antes de “matarme”, había “apiolado” a un
sociólogo francés y a un famoso ensayista estadounidense , tres en una semana. Quizá hay gente que tiene prisa por que desaparezcamos los vivos, que considera que somos muchos los que escribimos y que
hay que causar bajas lo más rápidamente posible.
He dicho “quizá” y es seguro. No todos lanzan bulos ni crean cuentas falsas, pero son legión los usuarios de las descerebradas redes sociales deseándole
la muerte a alguien que les cae mal, o cuyas opiniones los contrarían, o que confían en “ocupar el puesto” de quien se muera. Sí, hay demasiados individuos impacientes, a los que sólo
cabe contestar: “Aguanten, que llegará antes o después, eso que tanto ansían. Pero han de aguantar, o corren el riesgo de palmarla ustedes antes. Por muy jóvenes que sean, no deben creerse
a salvo. El infarto o la carretera señalan a quienes les parece, sin orden de edad ni atendiendo a probabilidades”. El episodio no me va a hacer víctima de supersticiones ni me produjo melancolía.
Bueno, esto último sí, pero no por mí, sino por la imbecilidad abrumadora y generalizada de nuestra época. Creo que por primera vez en la historia está de moda ser idiota y comportarse como
tal. Infinitas cosas lo han estado, pero casi todas tenían presumir como objetivo: de culto, de rico, de enterado, de inteligente, de astuto, de transgresor, de ingenioso, de elegante, de sabio, todo ello positivo en
teoría. Ahora está de moda aparecer como bondadoso (o solidario, o “empático”) y ser malvado. Pero, por encima de todo, ser tonto y parecerlo. Uno echa un vistazo a las noticias o a los programas
más frívolos y apenas se diferencian: hay una permanente sucesión de bobos haciendo o diciendo bobadas. Casi nadie se esfuerza por fingirse inteligente, ni por resultar inteligible, que es más fácil.
Salen Presidentes (Trump, Johnson, Maduro, Erdogan, Sánchez) y ministras, actrices, tertulianos, escritores, politólogos, supuestos científicos, psicólogos, directores de teatro, incluso médicos,
y es raro el que no suelta una sandez incoherente o una obviedad, o balbucea frases incomprensibles y contradictorias; eso sí, con una sonrisa ufana y creyéndose que deslumbra o hace gracia. Claro que hay excepciones
(en disminución vertiginosa) que a menudo son mal vistas. Si uno no hace el ganso ni anuncia una burrada, está dando la nota, o acaso ofende a las huestes crecientes de tontos vocacionales. El idiota italiano
que me mató antes de tiempo por lo visto es popularísimo. En las imbecilizadas redes sociales, como corresponde.
© El País Semanal
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