Por Carmen Posadas |
El segundo sistema tiene menos que ver con el oficio de escribir y más con el
placer de leer y se traduce en que no quiero que se me acabe el libro. Por eso me vuelvo cicatera, me lo raciono, lo leo de a poquitos para que me dure más. Otro modo de saber si un libro es bueno es que logre interesarme,
pese a tratar de un tema que no me gusta. En el caso de La chica a la que no supiste amar no es que el tema me guste o no, sino que retrata un mundo que todos preferimos obviar y barremos bajo la alfombra.
Me refiero a la trata de mujeres, un negocio que solo en España genera beneficios de cinco millones de euros al día (sic). De hecho, está considerado el segundo
negocio ilegal más lucrativo del mundo, después del tráfico de armas y por delante del tráfico de drogas. También es una lacra que está a la vista de todos. Quién, al pasar
ante uno de los muchos puticlubs que vemos en la carretera, no se ha asombrado de pensar que allí se explota a mujeres. ‘Esclavas’ es la palabra adecuada, puesto que, una vez captadas por estas redes, quedan prisioneras de los tipos que gestionan estas organizaciones, que no solo les
hacen pagar ad aeternum la supuesta deuda que han contraído al viajar a Europa, sino que las obligan a pagar también por la cama, por el ‘material
y vestuario de trabajo’ y también, y a precio de oro, por los nada higiénicos servicios médicos que les proporcionan. Que esto es así lo saben los puteros clientes de los puticlubs; lo sabe la policía, que hace poco o nada; y lo sabemos también nosotros, espectadores de paso que dedicamos apenas un par de segundos a cavilar qué estará pasando en Pussycat, en Cocoa o como rayos se llame la cárcel en cuestión.
Luego, cambiamos la canción que estábamos oyendo en Spotify y a otra cosa, mariposa.
Dicho esto, La chica a la que no supiste amar no es una novela moralizante ni sentenciosa cuya finalidad sea sacarnos los colores. Como ocurre con toda buena literatura es, en palabras de Stendhal, un espejo en el camino en el que se refleja la vida.
Con sus sombras pero también sus luces, con personajes que, lejos de esa corriente maniquea ahora tan habitual, no son planos, sino poliédricos. Como lectora agradezco mucho este rasgo. No soporto las películas
y novelas que ahora llaman feel good. Esas que creen que solo con poner en su obra como personajes a un perrito abandonado o una niñita Down ya les van
a dar el Oscar o el Pulitzer.
Esta novela, en cambio, no intenta manipular mis sentimientos ni me toma por tonta. Cuenta una historia y la cuenta bien. Su estilo sobrio, seco, preciso recuerda al de Lucia Berlin,
pero, a diferencia de ella, los personajes que retrata se mueven en todos los ambientes, no solo en los oscuros y lúgubres, también en los más sofisticados. En toda novela negra, el desenlace es de vital
importancia y puede sacralizar (o arruinar) una obra, pero sobre este punto nada puedo decirles. Como antes les comentaba, me estoy racionando La chica a la que no supiste amar en dosis homeopáticas para que no se me acabe. Aun así estoy por apostar que las últimas páginas también
serán buenas. Marta trabaja mucho sus finales para que sean ingeniosos, inesperados.
Ah, ¿que no les había dicho que la autora de la novela es mi gran amiga, mi hermana, Marta Robles? Seguramente se me olvidó porque el dato es irrelevante. Cuando
leo una novela, jamás pienso si quien la ha escrito es mi amigo o alguien que me cae como una patada. Tengo miles de defectos, pero el nepotismo literario no es uno de ellos. Solo me digo que, si el libro es bueno,
debo compartirlo con otros, y precisamente eso es lo que ahora hago con todos ustedes. Ya verán como me dan la razón.
© XLSemanal
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