Por Manuel Vicent |
Ser consiste en ser visto —dijo Berkeley—. Eso dicen también los viejos sentados en una solana con una garrota entre las piernas: ver para creer o vivir para ver, y
es lo que hace ya gran parte de la humanidad que se mira en el espejo de las pantallas como figurantes de este espectáculo.
La nueva era de la información comenzó el 22 de noviembre de 1963, a las 12.30, cuando el industrial textilero de ropa femenina Abraham Zapruder se encaramó en un
pilar de la plaza Dealey, en Dallas, con una cámara Bell & Howell de ocho milímetros. Esa clase de tomavistas, hasta entonces, se alimentaba de bodas, barbacoas, juegos con el perro, escenas en el columpio
del jardín. Pero esta vez captó el disparo mortal en la cabeza del presidente Kennedy. No fue azar. Fue la historia la que buscó a la cámara, y no al revés.
Desde ese día todas las imágenes dejaron de ser inocentes. A partir del asesinato de Kennedy solo existirían los sucesos que crearan las cámaras como espectáculo.
Los bombardeos serían transmitidos como conciertos de rock, las Torres Gemelas ardiendo crearían el eje del mal, nada sería verdad si no se transmitía en directo, y ningún político
mal afeitado, sin la corbata adecuada y que sudara en un debate sería nunca presidente.
© El País (España)
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