domingo, 23 de febrero de 2020

El virus y el dictador

Por James Neilson
Se trata de un espectáculo imponente.
La dictadura del país más poblado de la Tierra, una superpotencia en ascenso cuyas aspiraciones geopolíticas asustan a los demás, en especial a los norteamericanos, ha movilizado a todos sus muchos recursos para combatir una entidad microscópica por suponer que plantea una amenaza mortal a millones de personas.

Para incredulidad del resto del planeta, el régimen chino no ha vacilado en aislar a docenas de ciudades enormes, virtualmente prohibir el turismo interno en un periodo (el del Festival de la Primavera), en que decenas de millones suelen regresar a sus hogares ancestrales, suspender no sólo acontecimientos deportivos importantes sino también la sesión anual de la Asamblea Popular Nacional en que los delegados aplauden ritualmente a los líderes y obligar a casi todos los residentes de urbes muy grandes como Pekín y Shanghai a quedarse en casa hasta nuevo aviso o, si les es necesario salir para comprar alimentos y remedios, llevar barbijos sanitarios, una orden que en algunos lugares los ha convertido en prendas sumamente caras.

Todo lo cual es muy pero muy impresionante, pero si el enemigo, el virus Covid-19, fuera capaz de reflexionar acerca de sus hazañas, tendría buenos motivos para felicitarse; a pesar de todos los intentos de acorralarlo, ya ha logrado mofarse de los cazadores para instalarse en Japón, Europa y América del Norte.

Los virus son paquetes pequeñísimas de materia genética que anidan en las células de seres vivos donde pueden provocar trastornos. En cierto modo, se parecen a los algoritmos. Si bien parecería que el ya mundialmente famoso coronavirus es menos peligroso que muchos otros – se estima que es levemente peor que el de la gripe común que, todos los años, contribuye a la muerte de aproximadamente 650 mil personas –, su aparición en China asustó tanto a la dictadura nominalmente comunista que, en un esfuerzo tardía por frenar su difusión, puso en cuarentena primero a la ciudad de Wuhan, con una población de más de once millones, y después a provincias enteras que, sumadas, tienen más habitantes que la Argentina.

Han sido tan draconianas las medidas tomadas por el régimen chino en su campaña contra el virus que ya han tenido un impacto en la economía mundial. Por un rato se paralizaron muchas fábricas gigantescas pertenecientes a empresas japonesas, europeas y norteamericanas, además de chinas, lo que tuvo repercusiones inmediatas en otros países, entre ellos Alemania, que dependen del intercambio internacional. También han perjudicado a Apple, cuyas acciones cayeron abruptamente cuando informó que, merced a lo que sucedía en China, no le sería dado producir o vender tantos iPhone como se había propuesto. Puesto que la economía china ya estaba creciendo a un ritmo menos vertiginoso que el habitual, tales reveses motivaron mucha inquietud en el Fondo Monetario Internacional.

Algunos creen que el virus, llamado Covid-19 por La Organización Mundial de la Salud, resultará ser el temido “cisne negro”, un fenómeno imprevisto que obliga a todos los economistas y expertos en política a revisar sus pronósticos. Otros, más interesados en las consecuencias para China misma de la guerra que está librando la dictadura contra un enemigo minúsculo que, según parece, hasta fines del año pasado se hospedaba tranquilamente en serpientes, murciélagos o, tal vez, pangolines, no han vacilado en ir más lejos; lo califican del “Chernobyl de Xi Jinping”, aludiendo así al atroz desastre nuclear que terminó apurando la desintegración de la Unión Soviética.

Quienes hablan de un Chernobyl chino apuestan a que la voluntad inicial de funcionarios del régimen de ordenar a la policía amordazar a los escasos médicos que se animaban a advertir a la población sobre los riesgos planteado por el virus, además de los intentos posteriores de combatirlo con medidas contundentes que ningún gobierno democrático soñaría con tomar, sirvan para desprestigiar tanto al Partido Comunista que se vea obligado a cambiar drásticamente su conducta autocrática. Desde su punto de vista, muestra que, en última instancia, un orden dictatorial es mucho menos eficiente que uno democrático en que sea muy difícil controlar la información.

Es probable que quienes piensan así hayan exagerado. Aunque no cabe duda de que tanto las demoras en entregar datos confiables acerca del virus novedoso que había aparecido en un mercado callejero de Wuhan en que se venden animales exóticos para consumo humano, como la forma elegida para tratar de contenerlo, tendrán costos políticos, la dictadura china es mucho más fuerte de lo que era su ya raquítica equivalente soviética de poco más de treinta años atrás.

Mientras que el fracaso económico de ésta fue dolorosamente patente, en este ámbito clave el régimen chino ha sido fabulosamente exitoso. Después de todo, en el lapso de una sola generación, consiguió transformar uno de los países más pobres del mundo en una gran potencia comercial que, para más señas, ya rivaliza a Estados Unidos en el desarrollo y empleo de la informática, de ahí el intento del gobierno de Donald Trump y su adversaria interna más mordaz, la demócrata, Nancy Pelosi, de advertir a los europeos que les sería muy peligroso incorporar a la empresa china Huawei a los sistemas informáticos oficiales.

Puede que andando el tiempo la falta de libertades personales y, huelga decirlo, los gravísimos problemas demográficos atribuibles en parte a la política de un solo hijo emprendida por Mao, le impiden a China alcanzar el predominio mundial al que aspira, pero, por ahora cuando menos, todo hace pensar que el autoritarismo chino está funcionando muy bien.

De todos modos, aleccionados por lo que ocurrió un par de décadas atrás cuando la dictadura intentó ocultar la gravedad del brote de SARS – a juzgar por la información más reciente, un mal mucho más severo que el ocasionado por el coronavirus -, en esta oportunidad el régimen chino se ha mostrado plenamente dispuesto a colaborar con la OMS y otros organismos internacionales al compartir información en cuanto esté disponible y repartir enseguida estadísticas que se suponen verídicas.

Así y todo, a juicio de quienes critican su desempeño, las cuarentenas no han ayudado a contener el virus sino más bien a aumentar el número de infectados, como en efecto ha sucedido en el caso del crucero

Diamond Princess que se encuentra atracado en el puerto japonés de Yokohama; a pesar de los esfuerzos de los médicos, en poco tiempo se contagiaron medio millar de pasajeros. Tampoco sirven para mucho los barbijos sanitarios; a lo sumo, tendrán un impacto propagandístico positivo al concientizar a la gente sobre los riesgos que todos corren cuando se ponen en contacto con otros.

La actitud de de la OMS frente al virus ha sido ambigua. Fue reacia a declarar una emergencia internacional como hizo en otras oportunidades, pero por no querer desautorizar al régimen chino pronto dio a entender que lo toma muy en serio. En cuanto a las dimensiones que eventualmente tome el brote, ha optado por la cautela.

Parecería que, a juicio de los funcionarios de la OMS, en aquellos países que cuentan con sistemas de salud avanzados el peligro no es muy grande, pero temen que en África y América latina, regiones a las que el virus ha tardado en llegar, podría provocar muchos estragos. También existe la posibilidad de que un buen día mute en algo mucho peor de lo que ya es. Por desgracia, todos los virus son así, razón por la que la irrupción de uno hasta antes desconocido es siempre una mala noticia.

A diferencia de los muchos que critican al régimen chino por la decisión de aislar a ciudades en que se detectan síntomas de contagio, el presidente norteamericano Trump no titubeó en congratular a su homólogo y “amigo” Xi por obrar de manera tan expedita. Tal vez siente envidia; sabe que no le sería dado hacer lo mismo si un virus misterioso se hiciera presente en Nueva York o Chicago. Aunque los norteamericanos, como los europeos, ya han puesto en cuarentena a pacientes que se habían infectado en China o fueron rescatados del crucero que aún permanece en Yokohama, es evidente que no creen que la enfermedad sea lo bastante grave como para justificar una reacción tan extraordinaria como la del régimen de Xi.

Si bien es factible que en las semanas próximas el brote de coronavirus se agote, lo que permitiría a las autoridades chinas cantar victoria, lo más probable es que, tal y como ha ocurrido con tantos otros virus afines, de los que el más notorio y más letal es el de la gripe, termine como un patógeno más que es mortal para los más vulnerables, comenzando con los ancianos y personas ya enfermas, pero que en el 99 por ciento de los casos no causa nada más desagradable que un resfrío molesto.Por cierto, aquí los funcionarios del gobierno de Alberto no brindan la impresión de sentirse muy preocupados; al fin y al cabo, hay otros males contagiosos, como el dengue – según el ministro de Salud, Ginés González García, le motiva más intranquilidad que el coronavirus –, que en América latina han ocasionado más muertes en enero que las atribuidas en los primeros meses del año al Covid-19 fuera de China.

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