Por Norma Morandini |
Aquel 13 de febrero, martes de Carnaval, los aviones ingleses y luego los norteamericanos lanzaron toneladas de bombas explosivas e incendiarias que destruyeron esa bella ciudad,
a la que aún se conoce como la Florencia alemana por los versos del filósofo y literato Johann Gottfriefd, que en su viaje en 1803 le cantó: "Florece, Florencia alemana, con tus tesoros al mundo del
arte". Una fecha tan trágica como inaudita; ya se había liberado el campo de concentración de Auschwitz y los alemanes estaban listos para firmar la capitulación en la Segunda Guerra Mundial.
La capital de Sajonia era un bastión nazi; sin embargo, nadie imaginó que podría destruirse el patrimonio artístico de la ciudad. Pero en la guerra no hay cordura ni sensatez. Tan solo sufrimiento
y el legado más difícil, ¿qué hacer con el pasado trágico?, ¿cómo lidiar con la memoria?, ¿cómo deben ser los memoriales, museos y monumentos? Esos fueron los temas
sobre los que fuimos invitados a debatir una veintena de periodistas, políticos, académicos, activistas de derechos humanos, desde la particular experiencia dolorosa de cada uno de nuestros países en los
cinco continentes; países como la Argentina, que ya se incorporaron a la historia universal de las masacres administradas del siglo XX.
El lugar no podía ser más propicio. Pocas ciudades como Dresde concentran en sí mismas todo lo que los seres humanos somos capaces de hacer: la destrucción,
la resiliencia de la reconstrucción, la obstinada fe en el "nunca más", el propósito fundamental de la memoria para erradicar la violencia y vivir en paz. Todo en estos días remite no
solo a lo que sucedió aquel 13 de febrero, sino a cómo se fue procesando la cultura de la memoria, desde las conmemoraciones silenciosas del fin de la guerra en la RDA, las protestas pacíficas en plena
Guerra Fría contra el régimen comunista, hasta los temores actuales frente al crecimiento de la ultraderecha, la agrupación política Alternativa Alemana y los grupos neonazis, que, favorecidos por
la libertad de expresión -corazón de la democracia-, se manifiestan en Dresde con una marcha fúnebre, vestidos con camisas negras, sus estandartes y la música de Wagner para reclamar por una conmemoración
"digna" que apela a la eficaz fibra de la humillación nacional. La disputa por la memoria se actualiza con cada conmemoración, entre los que equiparan los bombardeos con el Holocausto y relativizan
los campos de exterminio, y los que reconocen la responsabilidad del nazismo y no olvidan que fueron los alemanes los que bombardearon las ciudades europeas, Londres, Varsovia, Coventry, Guernica. A la par, los historiadores
rechazan los mitos de la propaganda política, como la fotografía que los grupos neonazis muestran en la abierta Plaza del Mercado Viejo. Cadáveres apilados unos sobre otros que, en realidad, eran los restos
de las personas a las que los bombardeos no devoraron totalmente y terminaron quemados por un batallón de las SS, bien entrenados en los crematorios. Nadie lo expresó mejor que el periodista Christian Esch, del
Berliner Zeitung, cuando escribió: "Los muertos del bombardeo quedaron subsumidos bajo los del exterminio, y el olor de Auschwitz se extendió sobre
los escombros de Dresde". Las víctimas son víctimas; seres humanos que sufrieron, sin justificaciones ni atenuantes ideológicos.
Ya no se trata de corregir las manipulaciones de la opinión pública, sino de dar preeminencia a las personas que nacieron con los bombardeos, quienes tienen hoy 75
años. En esos testimonios volví a constatar lo que llevo años reconociendo en los sobrevivientes: los que más sufrieron son los que mas abogan por la paz. En Japón les llaman los hibakusha; nos contó el alcalde de Hiroshima, Kasumi Matsui: "Ellos narran sus historias para pedir paz, con la convicción de que nadie debería sufrir como
lo hemos hecho nosotros".
En poco tiempo, ellos ya no podrán dar testimonio directo. En su lugar, desde hace diez años, en respuesta al neonazismo que hizo de la ciudad su meca, surgió
una asociación: la Alianza 13 de Febrero, que trabaja sobre la cultura de la memoria de manera plural. Reúne a medios, partidos políticos, instituciones, iglesias, para trabajar sobre las diferencias en
torno al 13 de febrero, para evitar la violencia y consensuar las conmemoraciones. Su líder, Joaquim Klose, sabe que las sociedades necesitan narraciones para sí mismas, para reconocerse, identificarse, para
legitimarse, distanciarse y hasta para la polémica.
El tema es cómo producir esa narrativa, cuál prevalece. Él no tiene dudas: en una sociedad democrática, la memoria es también una tarea de todos.
En tanto, promueve gestos y símbolos colectivos que actúan como una eficaz metáfora: la emoción compartida. Indiferentes al frío y a la lluvia, a la misma hora que ocurrieron los bombardeos,
las 21,45, se va formando una inmensa cadena humana que se inicia al frente de la Frauenkirche. Tomamos la mano de quien está a nuestro lado, un desconocido, el tiempo se prolonga, mientras las ocho campanas de la Iglesia
lloran en su tañido por las víctimas y esas manos unidas se extienden hacia el futuro como respuesta a cómo queremos vivir las diferencias sin volver a aniquilarnos. En paz. El que debiera ser el verdadero
propósito de la memoria.
© La Nación
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