Por Juan Manuel De Prada |
El propio don Quijote,
en el capítulo segundo de la Primera Parte, antes de que Cide Hamete entre en escena, se refiere a un «sabio encantador» al que le tocará algún día contar su historia; y mucho tiempo
después, en el capítulo cuarenta de la Segunda Parte, Cervantes resalta que Cide Hamete no ha dejado cosa por contar, por menuda que fuese, hasta el punto de que «pinta los pensamientos, descubre las
imaginaciones, responde a las tácitas, aclara las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los átomos del más curioso deseo manifiesta».
Benengeli es, en fin, lo que se llama un narrador omnisciente, que lo sabe todo sobre la materia que trata, al estilo de un Dios que se hallase en una atalaya desde la que puede
contemplar los movimientos de sus personajes, y a la vez metido en sus conciencias, para averiguar sus anhelos y pensamientos. Para explicar que Benengeli, siendo un mero cronista, pueda al mismo tiempo inmiscuirse en las
conciencias, Auster propone que «la historia tiene que estar escrita por un testigo ocular de los sucesos». Pero testigo ocular de las hazañas y descalabros de don Quijote sólo hay uno, que es Sancho
Panza. Y como Sancho Panza no sabe leer ni escribir –prosigue Auster–, lo más probable es que le dictase la narración a alguien próximo, que Auster identifica con el cura y el barbero. Luego
éstos, a su vez, habrían entregado el manuscrito al bachiller Sansón Carrasco, que lo habría traducido a la lengua arábiga. Cervantes ‘encontrará’ luego esa traducción
en el Alcaná de Toledo, tal como nos describe en su novela, y se la entregará a un «morisco aljamiado» para que la vierta a la lengua castellana.
Y Auster lanza entonces otra especulación o broma literaria más interesante todavía: el libro urdido por este ‘cuarteto Benengeli’ –Sancho
Panza, el cura y el barbero, Sansón Carrasco– tendría como objetivo que don Quijote, al leerlo y confrontarse con los dislates y desmanes que ha perpetrado, recupere la cordura; pero resulta que don Quijote, a juicio de Auster, no estaba realmente loco, sólo fingía estarlo. Y, sirviéndose de ese fingimiento, habría organizado todo para que el ‘cuarteto Benengeli’ escriba la crónica de sus aventuras, que incluso él mismo podría haber
traducido, haciéndose pasar ante Cervantes por un morisco aljamiado que pasea por el Alcaná de Toledo. Y todo ello lo habría hecho –al final, Auster patina un poco y su charada se resuelve de forma
un poco pedestre– para poner a prueba la credulidad de sus semejantes y comprobar si la gente es capaz de aceptar sus quimeras (molinos convertidos en gigantes, ventas en castillos, rebaños en ejércitos,
etcétera). Pero lo que don Quijote pretende no es que creamos que los molinos son gigantes, que las ventas son castillos o los rebaños, ejércitos, sino algo mucho más vasto y profundo que Auster
(posmoderno, al fin) no logra ni siquiera atisbar. Y para ello, en efecto, se finge loco. Cervantes se deja arrastrar por las apariencias (o hace como que se deja), e insiste mucho en que realmente lo está; pero los
lectores constantemente advertimos que la mayoría de las reflexiones de don Quijote son muy sensatas y perspicaces, más allá de que ensarte muchos dislates en lo tocante a caballería andante. ¿Y
no serán tales dislates un mero recurso que don Quijote utiliza para emboscar su pretensión secreta? En muchísimos pasajes del Quijote, se percibe que don Quijote acomoda las situaciones que vive a las circunstancias propias de las novelas de caballerías; pero no de forma inmediata y espontánea,
como lo haría un vulgar loco, sino de forma premeditada. Incluso en los primeros capítulos del Quijote, cuando todavía el personaje es un fantoche sin la densidad moral y psicológica que irá poco a poco adquiriendo, encontramos este procedimiento. Así,
cuando en su primera salida, «cansado y muerto de hambre», don Quijote ve una venta, se encamina hacia ella, para tomar «alimento y descanso». Y sólo en un momento posterior Cervantes añade
que «luego que vio la venta, se le representó que era un castillo». O sea, don Quijote la ve y la percibe como venta donde puede reponer fuerzas; y, mientras se acerca a ella, decide convertirla imaginativamente
en castillo, haciéndose el loco. ¿Qué está tramando don Quijote?
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