Un pulso entre la libertad y la razón de Estado que llega hasta nuestros días
Alfred Dreyfus en 1903 |
Por José Manuel Fajardo
Un traidor. Un militar. Una víctima del sistema. Un símbolo de la injusticia. Una excusa para la guerra. Un antipatriota. De todas esas formas fue calificado el capitán Alfred Dreyfus. Su nombre llenó en su tiempo las páginas de los diarios de Francia y del mundo, fue sinónimo de escándalo y agitación
social, y su memoria vuelve de tiempo en tiempo, escapando de los libros de Historia, cada vez que las aguas de la democracia se enturbian con el fango de la intolerancia.
Sin embargo, el hombre de carne y hueso, depositario
de tantos y encontrados conceptos, sigue siendo en buena medida un desconocido. Para acercarse a él, hace falta viajar en el espacio y en el tiempo. Imaginar el espeso calor del trópico y la minúscula
isla del Diablo, situada en la Guayana francesa, a fines del siglo XIX, cuando esa isla era en sí misma una temible prisión.
Sobre el promontorio emplazado al sur de la isla se levantaba entonces, rodeado de palmeras, el cuartel de los guardianes con su torre de vigilancia, y a su lado, una modesta cabaña
blanca de cuatro metros de largo por cuatro de ancho, con techo a dos aguas y ventanas enrejadas. Corría el mes de septiembre del año 1896 y en el interior de la cabaña un hombre delgado, tembloroso de
fiebre y de angustia, se esforzaba en escribir el diario de su encarcelamiento:
“Hoy, jueves 10 de septiembre, estoy tan cansado, tengo tan rotos el cuerpo y el alma, que pongo fin a la escritura de este diario, sin poder prever hasta dónde aguantarán
mis fuerzas ni cuándo estallará mi cerebro bajo el peso de tantas torturas. Lo termino dirigiendo esta súplica suprema al Señor Presidente de la República, en caso de que yo sucumba antes
de haber visto el fin de este horrible drama: Señor Presidente de la República, me permito pediros que este diario, escrito día a día, sea remitido a mi familia. Encontrará aquí quizá,
Señor Presidente, crisis de cólera y de espanto contra la condena más horrible que haya golpeado jamás a un ser humano…”.
Y, antes de poner final al relato de su infortunio, todavía añadía unas últimas frases:
“No hago hoy recriminaciones a nadie; cada cual ha creído actuar con acuerdo a sus derechos y a su conciencia. Yo declaro simplemente otra vez que soy inocente de ese
crimen abominable, y no pido más que una cosa, siempre la misma, que se busque al verdadero culpable, al autor de esta abominable fechoría”.
El hombre cuyo lamento se ahogaba en tinta, en la soledad de la más remota y atroz cárcel del sistema penitenciario francés, era el capitán Alfred Dreyfus, un oficial del Estado Mayor detenido dos años antes acusado de espiar para Alemania, la gran potencia enemiga de Francia, que había sido juzgado y condenado por alta traición. Y aquel diario de sufrimiento, cuya salvaguarda y entrega a su familia rogaba, acabaría siendo publicado como libro en 1901 con el título
de Cinco años de mi vida.
Un hombre, un país
Dice una de las grandes voces de la literatura española, Ana María Matute, que “no hay nada que se parezca más a la historia de un pueblo que la historia de un hombre”. No menos cierto es que las raíces del presente se alimentan siempre de los hechos del pasado. Quizá
por ello es bueno a veces contar la historia de un solo hombre que, desde el ayer, viene a arrojar luz sobre las tribulaciones colectivas de hoy. Más aún si el tiempo que le tocó vivir a ese hombre fue
también un tiempo de crisis, como el nuestro, a caballo entre dos siglos. No tiene pues nada de extraño que los ecos de las desventuras del capitán Dreyfus estén
todavía presentes en el frenesí informativo de los poderosos medios de comunicación de principios del siglo XXI, ni que el cineasta Roman Polański le haya dedicado una película. A fin de cuentas, nuestro tiempo es heredero de su historia, una historia que revela el duro pulso que se libra en el seno de nuestra sociedad desde hace más de un siglo entre la libertad y la intolerancia,
y el trágico papel jugado en él por el antisemitismo en particular y por el fanatismo racista y xenófobo en general. Un fanatismo que crece de nuevo en Europa, como si la desmemoria de esta sociedad de
lo fugaz hubiera abierto de nuevo las puertas de viejos infiernos.
Sin embargo, aquel verano de 1896 Alfred Dreyfus estaba muy lejos de imaginar el verdadero alcance de su drama. Aislado del mundo, sin apenas correspondencia y con la poca que recibía
censurada, Dreyfus todavía se consideraba víctima de un terrible error.
La suya era una familia burguesa judía de Alsacia, en la frontera con Alemania. Su abuelo había sido un pobre comerciante del pueblo de Rixheim y la fortuna había
llegado a la familia de la mano de su padre, que se hizo rico como industrial en la cercana ciudad de Mulhouse. Su familia compartía los valores de patriotismo francés, devoción republicana y laicismo
propios de su nueva condición social. En esos valores se había educado Alfred Dreyfus y movido por ellos y a pesar de los consejos en contra de sus parientes se había orientado hacia la vida militar.
En 1890, a los treinta años de edad, ingresó en la Escuela Militar, donde obtuvo excelentes notas y gozó de la consideración de sus profesores, tal y
como indica el informe que uno de ellos redactó al término de sus dos años de estudios:
“Físico bastante bueno, salud igualmente buena, miope, carácter fácil, buena educación. Bien presentado. Instrucción general muy amplia.
Instrucción militar teórica muy buena; conoce muy bien el alemán; monta muy bien a caballo. Sirve bien. Ha obtenido su despacho de Estado Mayor con la mención Muy bien. Muy buen oficial, de mente ágil que capta pronto los problemas, trabaja sin esfuerzo y tiene el hábito del trabajo. Muy apto para el servicio en el Estado
Mayor”.
¿Cómo era posible que a un hombre con esos valores se le acusara nada menos que de traicionar a su patria? Para Dreyfus debía de tratarse sin duda de una trágica equivocación y por ello, desde su prisión, escribía una y otra vez al general De Boisdeffre, jefe del Estado Mayor,
confiando en que al fin la verdad resplandeciera. Quizá el hecho de que el director de la Escuela Militar, a pesar de tan elogioso informe, le hubiera rebajado la nota final para dificultar su ingreso en el Estado Mayor,
debería haberle prevenido ya sobre los prejuicios antisemitas que latían en el ejército y en la sociedad francesa. Pero Alfred Dreyfus seguía confiando en la bondad de los principios patrióticos
que se le habían inculcado.
Y fue su fe en el Estado, en el Ejército y en la Autoridad lo que le hizo soportar con dignidad el vergonzante proceso a que fue sometido y su posterior degradación
pública, cuando le fueron arrancados sus galones e insignias en el patio de armas de la Escuela Militar, el 5 de enero de 1895, en un acto del que queda la imagen de un dibujo en el que se ve a un gigantesco oficial
de dragones quebrando sobre su pierna la espada del condenado. Esa fe no había bastado sin embargo para darle fuerzas en su reclusión tropical. Tan sólo el apoyo de su hermano Mathieu y de su esposa, Lucie,
su mutuo juramento de resistencia, había logrado inyectar la energía necesaria en su cuerpo agotado para aguantar. Gracias a ellos había renunciado a su inicial idea de suicidio.
Un largo tormento
El suplicio del capitán Dreyfus había comenzado un año antes, con el descubrimiento por parte de los servicios de contraespionaje franceses de una carta en un
cesto de la basura de la embajada de Alemania en París. El anónimo autor de la carta se ofrecía a vender a las autoridades alemanas informaciones sobre los planes
militares de Francia, en un momento de difíciles relaciones entre los dos países, que habían estado en guerra veinte años atrás. El contraespionaje consideró que la carta, por los datos que daba, debía haber sido escrita por un oficial de artillería, y un oficial del estado Mayor creyó reconocer en la carta
la letra de un capitán de origen judío llamado Dreyfus. Éste fue detenido el 15 de octubre de 1884 y la noticia saltó a la prensa, que clamó por el castigo ejemplar contra “el oficial
judío”.
Durante el consejo de guerra hubo peritos que confirmaron que la letra del documento era de Dreyfus y también los hubo que negaron que la letra fuera suya. Ante la falta de
pruebas concluyentes, los jueces militares hicieron llegar al jurado un informe secreto, cuya existencia no se comunicó a la defensa, que incluía una carta dirigida al agregado militar alemán en París
en la que se decía: “Adjunto doce planos que ese canalla de D… me ha entregado para usted”. Con esa “prueba”, cuya condición de secreta era manifiestamente ilegal, Dreyfus fue condenado a cadena perpetua en la isla del Diablo.
Unos días más tarde, justo después de su pública degradación, Mathieu le escribía:
“Qué espantoso suplicio, qué torturas te hemos obligado a padecer el sábado. Te habíamos suplicado que vivieras, te queríamos vivo para reunir
el coraje necesario para descifrar el misterio que planea sobre tu trágica historia”.
Y el propio Dreyfus recordaba a su esposa, en una carta desde la isla del Diablo, el compromiso de su mutuo apoyo:
“Ya ves que mantengo la promesa que te hice de mantenerme vivo hasta el día de mi rehabilitación; es lo único que puedo hacer. Haz tú el resto si
quieres que pueda ver yo ese día”.
Y Lucie lo hizo.
La Opinión Pública
Convencida de la inocencia de su marido y con la ayuda de su cuñado, Lucie inició un largo pleito judicial que bien podría haberse perdido en el laberinto burocrático
de la justicia si un decidido grupo de intelectuales y políticos no lo hubiera convertido en el mayor escándalo de la historia moderna de Francia, trasladándolo al dominio de la opinión pública,
hasta tal punto que bien puede decirse que el concepto mismo de Opinión Pública tiene su origen en lo que se conoció como el “caso Dreyfus”.
El famoso artículo de Zolá en L'Aurore |
En respuesta a semejante apoyo fueron también muchos los que manifestaron públicamente su antisemitismo y su militarismo, sentimientos profundamente arraigados en la
sociedad francesa, tal y como Émile Zola denunció reiteradamente en sus escritos de aquellos años. Entre los anti-dreyfusards no faltaron tampoco escritores señalados como Paul Valéry y Pierre Louis, y políticos de la
extrema derecha como Maurice Barras. En las algaradas de sus partidarios era frecuente ver pancartas con lemas como “¡Mueran los judíos!”, “¡Muera el traidor!”
o “¡Muera Judas!”. Por haber, hubo hasta muertos en los enfrentamientos callejeros que acompañaron a la disputa política y judicial.
Entre tanto, Alfred Dreyfus agonizaba en la isla del Diablo, ajeno al revuelo que su solo nombre levantaba en las calles de Francia. Su “mente ágil”, de la que
hablaban sus instructores de la Escuela Militar, estaba a punto de estallar, desesperada de soledad y de inactividad. Y en las páginas de su diario daba cuenta de aquella agonía mental: “Mi cerebro está
triturado”, “mi cerebro está trastornado, roto”…
Devorado por la fiebre, sin apenas poder dormir, agobiado por la lluvia y con los nervios destrozados, el capitán Dreyfus no podía
sino anotar una y otra vez la idea que le obsesionaba: “El culpable sigue sin ser desenmascarado”. Sin embargo, estaba en un error. El verdadero traidor, el comandante Esterhazy, el autor de la nota a la embajada de Alemania que había atribuido a Dreyfus en un primer momento, era ya conocido por las
autoridades militares desde el mes de marzo de 1896, pero nadie estaba dispuesto a reconocer semejante equivocación. El único que había querido hacerlo, el coronel Picquart, terminaría pagando con
la cárcel sus denuncias; y el propio Esterhazy saldría absuelto, una vez que el escándalo estalló definitivamente en la prensa en noviembre de 1896, en un proceso amañado donde los jueces
le absolvieron pese a las pruebas que mostraban su culpabilidad.
La razón de Estado
Lo que el atormentado cerebro del capitán Dreyfus no había podido siquiera imaginar era que sus admirados generales, los hombres que tenían a su cargo la máxima
representación del Ejército de Francia, aquellos que debían encarnar el honor y los valores militares, estaban dispuestos a mentir, a emplear documentos falsificados y a sepultarlo a él en el olvido
aun a sabiendas de su inocencia. Frente a las razones humanitarias, a los valores democráticos republicanos que Dreyfus tanto veneraba, la jerarquía militar oponía la razón de Estado que en su opinión
les obligaba a librar al Ejército, que según su parecer era tanto como decir a Francia, del escándalo de un error mayúsculo, de tal manera que la protección de sus propias y laureadas guerreras
se convertía en interés nacional, fuera cual fuese el precio a pagar, incluido el sacrificio de la verdad y el de un inocente.
En aquel mes de septiembre de 1896, el interés de la jerarquía militar francesa estaba en las antípodas de las ansias rehabilitadoras
de Dreyfus. Para sus superiores lo mejor habría sido, sin duda, que los rigores de la isla del Diablo hubieran puesto fin a la vida de su incómodo prisionero. Incluso se dictaron
órdenes del procedimiento a seguir en previsión de tal eventualidad. El ministro de Colonias, Lebon, envió una instrucción al director de la administración penitenciaria de la Guayana, pocos
días después de que Dreyfus dejara de escribir su diario a causa de su resentida salud. En ella podía leerse:
“Si Dreyfus muriera y se vieran obligados a sumergirlo, como se hace con los otros forzados, para que lo devoren los tiburones, surgirían siempre, a pesar de todos los
certificados que autentificaran el hecho, incrédulos que no creerían en su muerte y que les acusarían de haberle dejado huir. Si muere, embalsámelo y envíe de inmediato su cadáver
a Francia, para que aquí lo vean”.
Pero el capitán Dreyfus no murió. Su voluntad y aquella buena salud de la que hablaban los informes militares se impusieron. Y las presiones de sus defensores en Francia lograron la apertura de un nuevo juicio que se fijó para el mes de junio de 1899, en la ciudad de Rennes.
La noticia del proceso abrió la puerta de la esperanza en el fatigado corazón del cautivo. Convencido todavía de que tal revisión se debía a la
buena voluntad de sus jefes, tuvo el gesto de enviar una carta de agradecimiento al general De Boisdeffre, sin saber que éste había sido uno de los más activos ocultadores de la verdad de su caso.
Por fin, tocado con un casco salacot, cual si de un aventurero avejentado se tratara, el capitán Dreyfus se embarcó en el crucero Sfax y partió rumbo a Francia
para asistir al nuevo juicio. Y allí, en Rennes, conoció al fin la verdad que durante cinco años de forzado silencio le había sido escamoteada en la isla del Diablo: todo su proceso se había debido a un error inicial provocado por la desconfianza de sus superiores hacia los judíos, un error que había sido después encubierto por el Estado Mayor con falsos documentos, a fin de que no trascendiera.
Todavía le quedaban duras pruebas que soportar, como verse condenado de nuevo en Rennes, sin que el tribunal militar hiciera caso alguno a las resoluciones del tribunal de
apelación ni a las pruebas de la culpabilidad de Esterhazy, una nueva condena que levantó la indignación internacional. Pero quizá la más dura de todas las pruebas fue la de verse repentinamente
obligado a encarnar un mito: el mito de sí mismo, del capitán Dreyfus, del prisionero de la isla del Diablo. Muchos esperaban su cólera, su protesta, el espectáculo de su sufrimiento. Pero, como
apuntaría después su hermano Mathieu, presente a su lado en el juicio de Rennes:
“Su actitud durante las sesiones estuvo llena de dignidad. Nada de gritos, enojo o cólera, que eran precisamente lo que el público deseaba. Los amigos le pedían
que fuera violento, que demostrara sus emociones, sus crisis, pero el pobre carecía de recursos físicos. Su voz era monocorde, débil y se entrecortaba fácilmente. Sus emociones eran interiores (…).
Su estoicismo heroico era el que le había permitido sobrevivir allá lejos”.
Un héroe discreto
Cuando, presionado por su familia, Dreyfus aceptó finalmente, al término del juicio, la amnistía con que el gobierno deseaba cerrar definitivamente el caso,
aunque fuera equiparando a los verdugos y a las víctimas, muchos de sus seguidores vieron cómo se derrumbaba el mito, por no seguir librando la pelea judicial. Aunque no faltaron tampoco quienes, como el líder socialista Jaurès, defendieron su derecho a ahorrarse nuevos padecimientos. Dreyfus estaba hecho de frágil carne, como cualquier humano.
Unos años después, en 1906, el capitán Dreyfus fue rehabilitado y condecorado con la Legión de Honor en el mismo patio que había servido de escenario a su degradación.
Alfred Dreyfus falleció en 1934, sumido en el olvido del retiro militar, mientras que el mundo que abandonaba se aprestaba, con la llegada al poder de los nazis en Alemania,
a recoger los frutos más sangrientos del antisemitismo que él había tenido que padecer en vida. Dreyfus regresaba así definitivamente al silencio como protagonista involuntario de una trágica historia que le superó y fue más allá de sus convicciones personales. En torno a su defensa se armó ética y políticamente la izquierda obrera en Francia, se nucleó el poder emergente de la prensa y se articuló por primera vez un movimiento cívico
de intelectuales. De hecho, la propia palabra “intelectual” fue acuñada como neologismo por los reaccionarios en Francia justo en ese momento para designar despectivamente a los hombres de letras, pensadores
y artistas que salieron en defensa de su inocencia, aunque éstos hicieron de ella bandera, al firmar el Manifiesto de los intelectuales publicado en el periódico L’Aurore y firmado entre otros por Anatole France, André Gide, Marcel Proust y el pintor Monet, y la transformaron en palabra que designaba el compromiso de la
cultura con la libertad y la justicia.
Sin embargo, Dreyfus se mostró ajeno a todo ello. Durante todos aquellos años, su figura pública resultó fría, incluso antipática para muchos
de sus seguidores. Era la figura de un hombre que se reafirmaba en su austera condición militar en medio de un fragor de banderas rojas, sutil paradoja que habrían de vivir años después en España,
durante la guerra civil, algunos generales republicanos. Y, sin embargo, fue en la fragua íntima de su cerebro, torturado por la injusticia en aquel terrible calor de la isla del Diablo, donde se forjó la armadura
de hierro de una voluntad que mantuvo en vilo a un país entero durante diez años y supuso un jalón histórico en la pugna de la verdad frente a la razón de Estado: la férrea voluntad
de un hombre que luchaba por su dignidad. Una lucha que había tenido que librar a ciegas, aislado del mundo, hasta que a su regreso a Francia en 1899, para asistir a su último juicio, pudo exclamar con asombro
y también con amargura: “Hasta ahora ignoraba mi propia historia”.
Nosotros, no. Y Polanski nos la ha recordado.
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