Por Sylvia Colombo (*)
Desde la fría tarde del 12 de noviembre, cuando la senadora opositora Jeanine Áñez se autoproclamó presidenta interina de Bolivia, tras la renuncia de Evo
Morales dos días antes, ya era posible ver que no era la solución al dilema democrático de Bolivia.
Ese día, la polarización hervía en la principal plaza de La Paz y el ejército custodiaba las calles. En medio de la confusión, algunos de los periodistas
que estábamos ahí buscamos entrar al Palacio Quemado, la sede del gobierno boliviano, a través de una estrecha puerta para verla.
Áñez caminaba con confianza y llevaba en sus manos un gran libro. Rodeada por militares, entró al edificio y gritó: “La Biblia vuelve al Palacio”.
Sus partidarios acallaban las voces de quienes le gritaban “golpista” y clamaban: “Gloria a Dios”, “bendita sea usted, presidenta”, “¡que se joda la Pachamama!”. Esa imagen
—y la forzada interpretación constitucional que le permitió llegar al poder— presentaba señales preocupantes. Aún así, la comunidad internacional y un amplio sector del país
la aceptó: era una solución temporal para la profunda y violenta crisis en Bolivia después de que Morales se negó a salir del poder cuando tenía que hacerlo.
Áñez prometió que su interinato sería una transición breve para organizar elecciones libres y transparentes y después irse. Pero, al igual que
Evo —quien prolongó su gobierno a través de mecanismos cuestionables o antidemocráticos—, Áñez ha mostrado ser una figura sedienta de poder que busca permanecer en la presidencia
más allá de lo acordado y usa métodos peligrosos para la institucionalidad del país.
Al anunciar el 24 de enero su candidatura a la presidencia en las elecciones del 3 de mayo, no solo rompió una promesa sino que le quitó a su gobierno interino el mejor
argumento para convencer a los escépticos de que la salida de Evo Morales de la presidencia en noviembre no fue un golpe de Estado. Bolivia vive un drama en desarrollo y no puede permitirse a otra figura que se niegue
a salir de la escena.
Evo Morales reaccionó a la postulación de Áñez desde Buenos Aires repitiendo que su salida de la presidencia fue un acto golpista de la derecha boliviana.
Aunque el expresidente está fuera del país, sigue presente en la arena política a través de Luis Arce, su exministro de Economía y candidato de su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS).
Esta presencia de Morales y la candidatura de Áñez intensifican la polarización y, de paso, ponen en riesgo la credibilidad de las elecciones, que deben ser justas y transparentes.
La legitimidad de Áñez estuvo en duda desde el principio. Su proclamación no respetó la constitución: la presidenta interina decidió ignorar
la necesidad de que el congreso aprobara la renuncia de Morales. La mayoría de los bolivianos lo aceptaron para pacificar el país.
Es por ello que si Áñez quiere ayudar a solucionar una crisis que aún no se apacigua y que podría tener consecuencias catastróficas para la democracia
de su país debe hacer lo que Evo no hizo: reconocer que su contribución es limitada y termina al elegirse un nuevo presidente.
Áñez habló de conciliación, de respetar a los pueblos indígenas y su símbolo, la wiphala —la bandera con cuadrados coloridos que representa
a distintas etnias de la región andina y que por mucho tiempo ondeó en favor de Morales—. Pero en los días que siguieron a su ascenso, las fuerzas de seguridad se volvieron contra la población
y hubo masacres en Senkata y Sacaba que dejaron más de treinta muertos. Lo único que se sentía en las calles militarizadas y casi desiertas de La Paz era el miedo silencioso de la población, interrumpido
por el ruido de los aviones militares que sobrevolaban el vecindario de El Alto, un bastión de Evo. En los barrios de clase media, los residentes montaban barricadas para protegerse de un eventual ataque de los seguidores
de Morales mientras que en los barrios más humildes los indígenas se defendían del ataque del ejército y la policía.
La presidenta interina se protege mucho de los periodistas. Es muy difícil acercarse a ella y uno solo lo logra después de pasar por muchos asesores, que parecen ser los
que preparan su discurso. Cuando la entrevisté, me pareció que Áñez representaba el punto de vista que las mujeres blancas de ascendencia europea de las ciudades bolivianas quieren oír. Áñez
tiene rasgos indígenas muy fuertes y, sin embargo, ha mandado al ejército a las calles a reprimir a gente que se parece a ella.
Todo esto me hizo recordar lo que te cuentan las feministas de La Paz sobre el sueño de las niñas indígenas de parecerse a las mujeres blancas y por eso se alisan
y pintan el pelo. Aunque este parezca un comentario racista, no lo es. A las mujeres nos incomoda cuando una de nosotras reniega de sus raíces. Mucho más si se trata de una mujer con el poder de mandar a un ejército
y que en su breve interinato ha adoptado una línea dura contra los opositores, privilegiado al sector blanco y católico de la sociedad y trastocado la política exterior. Como Morales lo hizo con Estados
Unidos, Áñez ha utilizado la soberanía nacional como una coartada para expulsar a representantes diplomáticos de México y España, y romper relaciones con Cuba y Venezuela. Pero se
acercó al presidente de extrema derecha brasileño Jair Bolsonaro. La prensa, tan asfixiada económica y políticamente durante buena parte de la presidencia de Morales, también ha sufrido el
mismo tipo de acoso con Áñez.
En estos dos meses, Áñez se ha vuelto una figura tan autoritaria y radical como su antecesor en sus últimos años. La calma se ha impuesto por el miedo y la
fuerza de las armas. Este escenario hace que unas elecciones legítimas y transparentes sean urgentes, algo que será difícil con Áñez en las boletas.
El panorama electoral es complejo. Mientras Morales cuenta con Luis Arce, la oposición tiene cinco candidatos, incluyendo el expresidente Carlos Mesa y ahora a la propia presidenta
interina, lo que refleja no solo las vanidades personales de esos políticos sino la miopía de la tradicional élite boliviana que los apoya, sin ninguna preocupación real por conciliar.
El problema a resolver en Bolivia es que un expresidente quería eternizarse en el poder y que la amenaza de una autocracia populista sigue vigente. Si los opositores a Evo realmente
quieren tener una elección limpia que permita la alternancia democrática, disminuya la polarización, aleje el autoritarismo y fomente la paz, no tienen otro camino que llegar a un acuerdo.
La mejor solución sería organizar desde ya un frente que una a la oposición democrática para ayudar a estabilizar al país y devolverle credibilidad
a sus instituciones. Áñez tiene una importante contribución que hacer como lideresa de la transición. Para ello debe renunciar de inmediato a su candidatura y poner su mayor esfuerzo en lograr la
unidad. Y si Morales quiere un mejor futuro para su país debe dejar de agitar y radicalizar. Es difícil, pero no imposible. En ello se juega el porvenir de Bolivia.
(*) Sylvia Colombo es corresponsal en América Latina del diario Folha de São Paulo
© The New York Times
0 comments :
Publicar un comentario