Por Carmen Posadas |
Entre las víctimas colaterales de estos tiempos exagerados están los matices, esos que según Renoir dibujan la civilización. De un tiempo a esta parte, todo es blanco o negro, bueno o perverso, correcto o monstruoso. Por supuesto, lo blanco, bueno y correcto corresponde a lo que pienso yo, y los otros tres epítetos, sobre todo el último, corresponden al cerril, tarugo o fascista que no piensa como yo. También los argumentos que se usan para defender una y otra postura son de brocha gorda, de modo que ambas partes acaban diciendo disparates.
Pongamos como ejemplo el tan traído y llevado asunto del pin parental. A la ministra Celaá, para oponerse a la propuesta de Vox, y espada flamígera en mano, no se le ocurrió mejor idea que argumentar que los hijos no son de los padres. Vino luego Victoria Rosell, delegada del Gobierno para la Violencia de Género, y añadió un leño más a la hoguera. Según sus palabras, el asunto era tan grave que, si el Gobierno de Murcia no rectificaba en su decisión, «habría que plantearse aplicar el 155». Más adelante se desdijo, aduciendo que sus palabras eran «irónicas», pero para entonces la pira de los disparates innecesarios adquiría proporciones alarmantes.
La oposición aprovechó la desmesura para acusar al Gobierno de cubanizar y sovietizar España y recordó que solo en los paraísos del proletariado los hijos son del Estado, y a ver si íbamos a acabar en una situación en la que los menores denuncian y delatan a sus padres. El último leño de la hoguera lo aportó Vox al proclamar que «la enseñanza de juegos eróticos a niños de seis años está lejos de la educación y cercana al abuso de menores». ¿Cree realmente la señora Celaá que los hijos no son de los padres? ¿Piensa Victoria Rosell que el 155 está justificado en el caso de Murcia, pero no en la declaración de independencia catalana? ¿Teme el PP que el Gobierno propugne la creación de una quinta columna de diminutos émulos de Pávlik Morózov, ese niño soviético convertido en héroe por delatar a sus padres por contrarrevolucionarios? ¿Y Vox y su acusación de pederastia? ¿No será que, con este afán de tumbar al adversario con frases y conceptos cortos y rotundos que quepan en un tuit, estamos todos exagerando y disparatando demasiado?
De haber recurrido la ministra Celaá a la mesura y a los matices, podría haber argüido, en cambio, que existen casos en los que el Estado sí puede intervenir y poner en cuestión la voluntad de los padres. Cuando un progenitor se niega a escolarizar a su hijo, por ejemplo, o cuando se opone a que se le realice una transfusión de sangre, como en el caso de los Testigos de Jehová. El PP, por su parte, podría haber señalado que un Gobierno autoproclamando progresista cae en flagrante contradicción cuando defiende el derecho de los padres a elegir si quieren que sus hijos den clase de religión, pero ponen el grito en el cielo cuando otros padres apelan a esa misma libertad para decidir sobre otros temas de índole similar. Para mí, el mayor problema de esta forma de defender una postura u otra con argumentos hiperventilados y de brocha gorda es el ambiente de confrontación que crea y el modo en que fomenta «el que no está conmigo está contra mí». Un debate falso, por cierto, porque los españoles somos (o éramos hasta ahora) bastante respetuosos de la opinión ajena, incluso con aquellas que nos parecían extravagantes.
Sin embargo, los políticos de uno y otro signo parecen haber encontrado un filón en esto de llevar los argumentos al terreno de la hipérbole, a mesarse los cabellos, rasgarse las vestiduras, apelando a los instintos más bajos y maniqueos. En la Transición, ese período histórico que tantos recordamos con nostalgia, se puso de moda repetir esta cita atribuida a Voltaire: «No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero defenderé a muerte su derecho a decirlo». La frase es en realidad de la británica Evelyn B. Hall, biógrafa del filósofo, pero sirve bien para retratar el talante de una época en la que argumentar no consistía en echarse al cuello del contrario y alegar dislates. Igualito que ahora con los padres de la patria afanados en convertir el país entero en un patio de colegio. Uno de niños brutos y tontos, además.
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