Por Edgardo Moreno
Apenas llamó la atención, perdida entre los últimos párrafos del discurso inaugural de la funcionaria Rosario Lufrano.
Allá lejos, en el fondo olvidado de su manifiesto en favor de la intolerancia, se abrió paso con brillo de supernova su primera e ingeniosa propuesta de gestión.
Otra vez titular de Radio y Televisión Argentina, Lufrano anticipó con voz severa que los integrantes del programa Cocineros Argentinos estarán desde ahora obligados
a evitar que a los platos preparados en el estudio de la televisión pública los terminen devorando los camarógrafos y asistentes de piso. Como siempre en la historia de la opresión humana.
De ahora en más, si preparan una bondiola a las finas hierbas, cuando esté cocida a punto será donada para colaborar con la Mesa del Hambre organizada por el Gobierno
y la Iglesia Católica Argentina.
No por genial la iniciativa tuvo la repercusión esperada. Los medios se entretuvieron criticando el discurso en el que Lufrano se asumió como referente de la resistencia
peronista. De la propuesta inaugural, ni una letra.
Aun así, el mecanismo discursivo debería ser analizado con atención. Lufrano se congració con el Gobierno enarbolando su intolerancia. Porque era lo único
que tenía para ofrecer. El resto era sólo bondiola.
Si los objetores ardorosamente republicanos del Gobierno se avivaran, entenderían que el uso distorsivo del lenguaje es para el kirchnerismo un insumo imprescindible para la gestión.
Porque la única realidad tras la proclama es la dureza ineludible del ajuste.
De manera que los recursos exhibicionistas están más cerca de la necesidad que del cinismo. Cristina Fernández se hace filmar asumiendo la presidencia en el Instituto
Patria. Y presenta una declaración patrimonial en la que dice ganar menos que los ministros del gabinete.
La historia de Cristina y sus declaraciones juradas es todo un camino sinuoso. Cuando era senadora en la oposición reclamaba leyes de acceso a la información para controlar
a los funcionarios públicos. Cuando llegó al gobierno envió un par de emisarios a hostigar el cogote del juez Oyarbide para que cesaran las investigaciones sobre su patrimonio.
Ahora optó por la síntesis. Declarar de entrada una miseria de bienes propios. Apenas un par de muebles que sumados son más baratos que su cartera. El minimalismo
es privilegio de los que tienen.
La declaración jurada será revisada por Félix Crous en la Oficina Anticorrupción. Un militante que encuadrará el original como reliquia histórica.
Para capacitar a sus cuadros sobre esa lógica que proclama revolución y ejecuta ajuste, el presidente Alberto Fernández ha designado como titular del Instituto Nacional
de Capacitación Política al columnista Hernán Brienza. Autor de la extravagante teoría que reivindica a la corrupción por sus efectos supuestamente redistributivos y democratizantes.
El mismo mecanismo de exhibición es el que utilizó Cristina al pasearse con el empresario cordobés Gerardo Ferreyra por las obras de las represas hidroeléctricas
del sur. Ferreyra le agrega a la elucubración de Brienza un infaltable toque de setentismo: la corrupción vendría a ser también revolucionaria.
La ufanía de impunidad indigna. Pero le es funcional al Gobierno no por lo que dice, sino por lo que oculta.
Como no hay asado barato para reactivar las parrillas prometidas, ni precios en baja para atosigar la heladera, ni intereses incautados a los bancos para aumentarle los haberes a los
jubilados y sólo queda la intemperie del ajuste; es mejor inflamar el discurso vindicativo a la espera de los eventuales brotes verdes.
Funciona de esa manera: mientras más critiquen los opositores la intolerancia vociferada de las proclamas, con tanto más disimulo pasará inadvertida la solitaria
precariedad de la bondiola.
© La Voz
0 comments :
Publicar un comentario