Por Héctor M. Guyot
Es un alarde de pragmatismo cerrar un acuerdo electoral con alguien a quien se ha criticado con dureza, hasta el punto de haberlo considerado traidor a la patria, tras deducir que la
suma de los votos que ofrece podría resultar el pasaporte a la presidencia. En principio, el precio a pagar es ingrato, pero no necesariamente oneroso en un país como la Argentina. Solo hay que desmentir las
cosas feas que se han dicho sobre el antiguo adversario.
La tarea se facilita si el acuerdo prospera y el operativo limpieza se hace desde la Casa Rosada. Que la ahora socia también se haya encumbrado por un lado ayuda:
el poder lava las culpas. Al mismo tiempo, sin embargo, resulta un obstáculo. Porque el pragmatismo con el que se llegó busca pista y encuentra la valla del dogmatismo de quien todavía es dueña
de los votos: no alcanza con desdecir lo dicho, sino que es preciso seguir diciendo. Entonces no hay más remedio que ser pragmático con una mano y dogmático con la otra.
De tan pragmático, Alberto Fernández terminó atado a la ideología. En esta tensión parece encontrarse su gobierno. Puede que haya un poder bifronte,
como dicen muchos, pero como la vicepresidenta está de viaje y se la vio poco últimamente, la sensación es que la contradicción acaba alojada en la persona del Presidente, que se mueve por las suyas
en algunos asuntos y tiene corralito en otros. La economía, por ejemplo, le pertenece, y en esas aguas se desplaza a sus anchas. En los temas de la Justicia es donde se topa con las vallas más altas. Allí
debe renegar de sus viejas afirmaciones y plegarse al relato de su socia para rescatarla de la decena de causas que amenazan su libertad. Y tiene el camino bien marcado, como se vio en la finta que debió hacer tras
la difusión del documental sobre el fiscal Nisman, en que pasó del probable asesinato al probable suicidio.
Esta semana quedó demostrado que la política exterior es también un terreno en el que se pone en juego la tensión interna del Gobierno, o del Presidente,
entre pragmatismo e ideología. El intento fallido de Nicolás Maduro de desplazar de la Asamblea Nacional por medio de la fuerza militar al opositor Juan Guaidó, presidente encargado del país, volvió
a poner a Venezuela en medio de la escena. La Cancillería de Felipe Solá se pronunció mediante un documento crítico hacia Maduro, en el que consideró "inadmisible" el hostigamiento
a los diputados y llamó a "recuperar la normalidad democrática en Venezuela". ¿Qué normalidad democrática?, podríamos preguntarnos, siguiendo al exsenador Pichetto. Aun así
resultó un avance, si se advierte que el kirchnerismo siempre ha defendido al presidente venezolano. Sin embargo, fue también un modo de evitar la firma del escrito del Grupo de Lima, que califica de "dictadura"
al régimen de Maduro. Al día siguiente, la Cancillería revocó las credenciales de la representante de Guaidó en la Argentina. ¿Qué línea seguirá el Gobierno en este
tema tan álgido, en el que no solo está en juego la suerte del pueblo venezolano, sino también la relación con los Estados Unidos de Trump, esencial para reprogramar los vencimientos de la deuda?
¿La tendencia pragmática del Presidente o la pulsión ideológica de la vice? Cristina Kirchner ha sido una aliada incondicional del régimen bolivariano, que a su vez la acercó a Irán,
hoy en una inflamable disputa con Estados Unidos.
El interrogante, cuya respuesta resulta esencial para los intereses del país, va más allá del caso Venezuela. Se trata de una cuestión de estilo. Como consecuencia
de esta doble cara, el oficialismo emite básicamente dos tipos de discursos. Uno de ellos tiende a la razonabilidad y les permite a muchos de sus agentes transmitir sus decisiones habilitando un espacio de negociación
política. El otro, en cambio, se cierra sobre sí mismo y descalifica del peor modo no solo cualquier pensamiento alternativo, sino también a quien lo emite. Un ejemplo de esto lo ofreció Kicillof
en la andanada de tuits que lanzó luego de que fuera aprobada, con los cambios que impuso la oposición, su ley fiscal: "Ahora vemos que la cuestión era otra: defender a sectores corporativos, concentrados
y a las grandes fortunas", pataleó. La ideología y el dogma llevan inevitablemente al relato.
Pero también el pragmatismo tiene su relato. El Gobierno aplica un impuestazo para cubrir el agónico déficit de un Estado que ampara incontables privilegios de quienes
lo usufructúan desde hace décadas y lo llama solidaridad. Otra vez, el lenguaje usado para esconder la realidad. Sin un asidero en principios, ordenadas por la ideología o por los objetivos de un pragmatismo
de corto plazo, las palabras se divorcian de las cosas y se corrompen hasta vaciarse.
La cerrazón de la ideología conduce al enfrentamiento. Pero también el pragmatismo tiene sus límites. Para ser virtuoso, debe estar sustentado en convicciones
que han de ser defendidas con palabras consagradas a la veracidad y el diálogo.
© La Nación
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