Por Juan Manuel De Prada |
Resulta, en verdad, demente esta concepción personalísima que el cretino tiene de la ‘experiencia’, al modo de un Santo Tomás que necesita meter la mano en la
llaga (aunque estos cretinos siempre quieran meter otra cosa y en otro sitio) y saborear el guiso con sus propias papilas gustativas.
Pero la ‘experiencia’ no se funda en saborear ni en meter. Hasta el científico que emite juicios sobre tal o cual virus y recomienda combatirlo de tal o cual modo
no tiene por qué haberlo contraído; sino que le basta con haberlo estudiado en un laboratorio. «¡Pero lo ha estudiado con experimentos!», salta enseguida el cretino. Sólo que, para emitir
juicios sobre cuestiones humanas, no hay que ‘experimentar’ con humanos en el sentido burdo y fisiológico en que lo entiende el cretino; pues, aunque algunas cuestiones humanas tengan una vertiente
fisiológica, exigen sobre todo conocimiento del alma humana, que se funda en la observación. Lo ilustraremos con un ejemplo literario. Un célibe recalcitrante como Henry James se nos muestra como un soberbio
conocedor del alma femenina y de sus más secretos anhelos, tanto afectivos como sexuales (aunque, desde luego, James hablase de las cuestiones sexuales de forma muy elusiva); y así, sus personajes femeninos resultan
un prodigio de construcción psicológica. En cambio, un follador insomne como Ernest Hemingway se delata enseguida como un muy deficiente conocedor del deseo de los personajes femeninos que retrata, siempre muy
esquemáticos y contemplados desde una perspectiva muy toscamente masculina. Puede saber mucho más de sexualidad humana (y del caudal de pasiones y sentimientos que la nutre) un célibe con hondura
psicológica y capacidad de observación que un libertino que se ha pasado la vida entera mordiendo todas las frutas que se le han tendido, sin preocuparse por cuidar el árbol que les dio sustento.
Además, un célibe que pertenezca a una institución tan longeva como la Iglesia tiene a su disposición una amplitud de conocimientos sobre el alma humana
que dura, hasta el momento, dos mil años. En la adquisición de sabiduría tiene mucha importancia la ‘duración’; por eso los ancianos suelen ser más sabios que los jovenzuelos
(a no ser que sean ancianos libertinos que sólo se han dedicado a morder frutas sin cultivarlas). Y no hay ‘duración’ más fecunda que la que se asienta sobre la tradición, que es la
mejor fórmula de transmisión del conocimiento que han inventado los humanos (tal vez porque no la inventaron ellos, sino que es una herencia divina). El acervo de conocimientos humanos que atesora una institución
con dos mil años de antigüedad es infinitamente superior al que pueda ni siquiera soñar el mejor observador de la naturaleza humana; porque se trata, además, de un conocimiento que a la vez participa
de un casuismo inalcanzable para el libertino más promiscuo (testimonios de miles de millones de personas que exponen sus tribulaciones conyugales) y de la reflexión perspicaz –¡fundada en la experiencia!–
sobre ese ingente casuismo, que permite alcanzar certezas muy hondas sobre la naturaleza de las pulsiones, pasiones, sentimientos y deseos humanos, de los anhelos espirituales que a veces enmascaran y de los daños que
infligen, cuando se ofuscan o desembridan.
Claro está que un eclesiástico célibe puede decir muchas majaderías sobre estas cuestiones (como sobre cualesquiera otras). Pero no será porque
no sea ducho en coitos, o porque no pueda presumir de un historial amatorio, sino porque ha roto con ese acervo de conocimiento acumulado durante dos mil años que atesora la institución a la que pertenece. Porque,
en su fatuidad, ha creído –como cualquier cretino moderno– que su ‘experiencia’ personal (porque, desde luego, hay curas memos que van de psicólogos perspicaces o están contaminados
por la emotividad majadera del coaching) es más dilucidadora que un acervo que abarca dos mil años. En definitiva, porque han roto con la tradición,
en su afán por complacer a los cretinos modernos.
© XLSemanal
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