Por Juan Manuel De Prada |
Alguno de estos astros o asteroides, incluso, intercaló entre sus exhortaciones vituperios a tal o cual político que sirvieron para levantar cierta polvareda mediática. A mí todos estos episodios
banales que durante aquellos días enardecieron o siquiera mantuvieron entretenidas y retuiteando como descosidas a las masas (¡cretining topic!) me dejaron bastante frío; en cambio, me llamó muy poderosamente la atención un hecho gigantesco que a todos pasó inadvertido; o, si no
pasó, todos fingieron que les pasaba, como si a nadie le conviniese señalarlo, para no asumir lo que revelaba.
Y ese hecho gigantesco es que los astros y asteroides del cine y la canción melódica que pontificaron sobre el cambio climático
nada sabían al respecto; o, dicho más exactamente, nada sabían ni del cambio climático ni de apenas ninguna otra cosa. Quiero decir que eran personas legas en la
materia; y, en general, ignaras, como enseguida se percibe por su modo de hablar, sin entrar siquiera a analizar lo que hablan. Gentes que sólo saben escupir tópicos, que ni siquiera enhebran decorosamente; gentes
que regurgitan lugares comunes pestíferos, caramelizados con sentimentalismos baratos o bien salpimentados con algún exabrupto grueso; gentes, en fin, que ni siquiera predican con el ejemplo, pues como todo el
mundo sabe viven como pachás y esperan seguir haciéndolo mientras las masas sigan consumiendo bulímicamente sus peliculones y temazos musicales. Y con esto no quiero decir que vivir como pachás
sea necesariamente inmoral; aunque, desde luego, si algo parece evidente es que la mejor manera de ejercer un dominio justo sobre la naturaleza consiste en llevar una vida cuanto más austera, mejor. Así que los
astros y asteroides del cine y la canción melódica eran tal vez las personas menos indicadas para pontificar, puesto que no predicaban con el ejemplo; y además eran legos e ignaros en la materia que trataban
(y en casi todas). Lo que los convertía en charlatanes en el sentido más exacto de la palabra, tipos que salían a la palestra para ensartar necedades sin fuste alguno, o bien para repetir como papagayos
lo que otros les hubiesen dictado. Y tal condición charlatanesca, que sin duda a los organizadores del acto no se les escapaba, tampoco se les podía escapar a las masas que los escucharon absortas. Reparar en
tal circunstancia amedrenta mucho, porque significa aceptar que los organizadores del acto pensaron para sus adentros: «Vamos a traer a tal astro o asteroide para que pontifique sin tener ni repajolera idea del tema.
Y como, además, el astro o asteroide lleva una vidorra padre que va chorreando huella de carbono por las esquinas, podremos burlarnos más a gusto de los ilusos que les hagan caso». Más problemático
aún resulta imaginar los pensamientos de quienes escucharon pontificar a los astros o asteroides, sabiendo que eran sólo charlatanes elegidos por un ascendiente, que no está basado en la autoridad, sino
en la fascinación idolátrica y gregaria que los famosos provocan entre las multitudes amorfas.
Y es esa fascinación no pensante, puramente irracional, pura volición caprichosa, la que convierte a unos charlatanes en figuras de prestigio a quienes se permite pontificar
sobre cualquier asunto sobre el que nada saben. Antaño, a un fasto de estas características habrían invitado a un sabio con esa visión de águila que aúna y desborda por arriba todas
las formas de conocimiento, hasta llegar a captar las verdades universales. Posteriormente, en épocas más próximas y propicias a la demagogia, al sabio se le habría sustituido por una tropa de medioletrados,
gentes sin conocimiento abarcador de las cosas que suplen sin embargo su deficiencia con una erudición auténtica o postiza sobre cualquier rama desgajada del saber (que así se torna un saber compartimentado
y estéril). Hoy ni siquiera se recurre a medioletrados que aturdan a las masas con un pedrisco de datos y de cifras sacados de cualquier enciclopedia o algoritmo o de su propio magín, porque se sabe que a la
gente ya ni siquiera hace falta engañarla con despliegues abrumadores. Hoy basta con la cháchara del charlatán, con tal de que haya sido elegido entre las huestes del famoseo, con sus faralaes de compromiso
político y sus castañuelitas de postureo bienqueda. Da miedo reparar en esta evolución descendente, en lo que revela y en lo que oculta.
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