Por Arturo Pérez-Reverte |
De vez en cuando, los camareros del bar, que son viejos amigos y me cuidan, traen una tapita de paella o de callos, invitación de la casa. Dos municipales pasan despacio a caballo,
con resonar de cascos sobre el empedrado, viniendo de la calle Mayor en dirección a la plaza de la Provincia; y para verlos pasar levanto la vista del libro que tengo en las manos, Juego de espera, de Michael Powell.
De pronto recuerdo que cuando me vaya debo ir a una esquina cercana para comprar un atado de palitos de regaliz a la señora que se sitúa allí por estas fechas, sentada con su bandeja en las rodillas, estampa
que siempre me pareció entrañablemente galdosiana. Lo que demuestra, una vez más, que cuando hay referencias adecuadas en tu cabeza, libros y cosas así, lugares y personas cobran sentido y el mundo
se ve diferente.
Estoy en eso, hojeando un libro, mirando la ciudad y feliz de hacerlo, cuando pasan dos mujeres. Parecen extranjeras, pero no podría asegurarlo. Van vestidas adecuadamente para
esta hora, ni muy peripuestas ni demasiado cómodas: correctas y como Dios manda. Tal como esperas que vistan dos señoras que caminan por el centro de una ciudad europea a las once de la mañana de un jueves
de enero. Una lleva sombrero, y otra, gafas de sol. Esta última calza zapatos de tacón alto, aunque no excesivo. Deben de andar por los cuarenta largos. Caminan, se paran a contemplar la Casa de la Panadería
y siguen adelante. Las miro distraído mientras bebo un sorbo de vermut y estoy a punto de volver a mi libro, cuando ocurre algo que justifica el vistazo. Un ligerísimo pero curioso incidente.
La mujer de las gafas de sol ha metido el tacón de un zapato en una hendidura del empedrado. Y se le rompe. O tal vez ya iba flojo y eso lo remata. El caso es que la veo detenerse,
apoyada en su amiga, y mirarse el zapato, contrariada. Comentan entre ellas algo que no alcanzo a escuchar, ríe la amiga, y entonces, en sólo cinco segundos, con una naturalidad asombrosa o que al menos a mí
me asombra, sin aspavientos ni visajes, la de las gafas de sol retira el zapato roto, se quita también el otro, y con los dos en la mano sigue su camino, descalza. Y lo que me deja pendiente de ella es justo eso: la
manera con que, tras encajar el percance, esa mujer desconocida es capaz de caminar sobre el empedrado de la plaza, que pese al sol invernal estará muy frío, sin perder la compostura. Con una perfecta calma.
Y para acentuar mi sorpresa, lo hace moviéndose con una elegancia mayor que cuando caminaba sobre tacones: asentando los pies desnudos con una gracia y firmeza que hacen pensar en una bailarina de ballet cuando abandona
el escenario entre los aplausos del público, después de unas maravillosas evoluciones.
Y es que no es sólo ella, me digo fascinado mientras la veo alejarse. Hay virtudes que no se aprenden ni se enseñan; como mucho, se perfeccionan con educación y
talento, cuando se tiene la suerte de poseerlas. Y ellas, en general, las poseen. Algunas, incluso, a pesar suyo. Nada tiene que ver eso con la cultura, el dinero y ni siquiera, en muchos casos, la ropa que visten. Del mismo
modo que lo mejor del hombre varón, en su torpeza y grandeza que a veces vienen de la mano, suele aflorar en las circunstancias adecuadas, la mujer, o lo más admirablemente femenino que existe en ella, que nada
tiene que ver con tópicos ni clichés idiotas –permítanme suponer que escribo para lectores inteligentes–, se pone de manifiesto de continuo, en las mil situaciones con las que la vida las confronta.
En su manera de quitarse con naturalidad los zapatos que esa vida les rompe y caminar descalzas sobre cualquier suelo, por gélido que sea, con semejante aplomo innato; con el desafío tenaz del que sólo
ellas son capaces.
Así que, cuando al fin la pierdo de vista, le doy otro sorbo al vermut y vuelvo a mi libro con una sonrisa admirada en la boca. Hoy he visto caminar a una mujer descalza, pienso.
Y lo hacía tranquila, segura de sí. Serena y valiente como una reina.
© XLSemanal
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