Por Carmen Posadas |
«No teníamos que haber servido de amplificadores de insultos –se lamentaba el Defensor–. Nuestro código
ético exige restringir o eliminar descalificaciones e injurias». Me pareció muy atinada la postura. Las redes son territorio sin ley en el que no solo se puede injuriar, sino incluso desear la muerte de
alguien sin que pase nada, y quien se hace eco de lo que en ellas se dice lo único que consigue es multiplicar su difusión. Sin embargo, el comentario del Defensor del Lector me hizo reflexionar sobre cómo
los medios de comunicación en general, y las televisiones en particular, sirven de caja de resonancia de muchos otros excesos, mentiras y arbitrariedades.
Pongamos, por ejemplo, el caso de los independentistas y, en concreto, lo sucedido semanas atrás después de que Estrasburgo dictaminara que Oriol Junqueras tiene inmunidad
como eurodiputado. Es lógico, y también absolutamente insoslayable, que los medios se hicieran eco de la noticia. ¿Pero era realmente necesario que todas las teles pasaran horas recogiendo y emitiendo en
bucle una y otra vez los brindis con cava, los cortes de manga, las carcajadas y la chufla general de Puigdemont, la CUP, ANC y demás acólitos? Peor aún, ¿era necesario recoger sin rebatir su versión
de que lo que ha dicho Estrasburgo es que se ponga a los presos en la calle? ¿No es misión de los medios repreguntar; confrontar; decir «no, esto no es así»; evitar, en último término,
que el relato que ellos hacen de los hechos se imponga, puesto que el que calla otorga? No creo que sea casual que los mayores revolcones televisivos que han recibido Puigdemont y compañía fueran en entrevistas
con periodistas de la BBC y otros medios extranjeros. Y no porque en España no haya espléndidos profesionales, que los hay, pero a ellos los ‘indepes’ no les conceden entrevistas. ¿Por qué
iban a hacerlo, qué necesidad tienen de exponerse innecesariamente? Una imagen vale más que mil palabras y es mucho más útil a sus intereses dejarse filmar triunfantes con su acta de diputados en
la mano o carcajeándose a la puerta de la mansión de Waterloo. Ni siquiera tienen que tomarse la molestia de malgastar saliva: unas risotadas y un par de cuchufletas bastan. Me pregunto por qué se produce
este fenómeno. ¿No seremos todos cómplices de aquellos que mejor manejan el victimismo, de los más arteros retorciendo la realidad? España es un país hiperescrupuloso con las opiniones
ajenas, a las que considera sagradas. Pero lo único sagrado es la posibilidad de que cada uno pueda expresar la suya. Y eso no implica tener que tragársela como rueda de molino ni tampoco dar altavoz a quienes
jamás se lo darían a nadie que no sea de su cuerda.
Vivimos en un mundo en el que los medios de comunicación de masas han cambiado la percepción que antes se tenía de la realidad. Ahora ya no hay hechos, solo ‘relatos’,
y el que más alto chilla es el que más razón tiene. Hace tiempo que la verdad no existe, la verdad se fabrica y hay auténticos maestros en manufacturarla como mejor
convenga. Y mientras tanto el resto de nosotros, educados con parámetros y valores de antes, no hacemos más que el panoli dejando que la versión de los hechos de otros
sea la que triunfe y permanezca. No, peor aún: dándoles altavoz, de modo que se cumpla aquello tan viejo que decía Goebbels de que una mentira repetida mil veces acaba por convertirse en una verdad.
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