Por James Neilson |
Muchos aún no se han adaptado a la realidad así supuesta. Armado hasta los dientes con “superpoderes”, Alberto Fernández actúa como si disfrutara
de una mayoría legislativa colosal, mientras que Axel Kiciloff se queja con amargura del hecho, para él aberrante, de que el enemigo oligárquico, aliado de “los ricos”, todavía domine
el senado provincial.
Por terriblemente injusto que les parezca a los peronistas, les será necesario acostumbrarse a algo que en otros países democráticos es normal. Con tal que la oposición
no se fragmente, tendrán que aprender a convivir con ella a sabiendas de que, si son demasiado agresivos, correrían el riesgo de fortalecerla. Asimismo, si, luego de algunos meses, una fracción no muy
grande de quienes votaron por Alberto se siente defraudada porque no ha podido cumplir todas sus promesas, la coalición opositora contaría con el respaldo de más de la mitad del país.
Pues bien, el Presidente ya sabe que es muchísimo más fácil ser el vocero de la oposición por un rato de lo que es procurar gobernar un país como la
Argentina en que las demandas no guardan relación alguna con la capacidad para satisfacerlas. También lo saben los líderes de Juntos por el Cambio que, felizmente para ellos, no tendrán que continuar
soportando el abuso de los peronistas por cometer la infamia de aplicar un torniquete a una economía que sigue desangrándose. Puede que no se propusieron obligar a los peronistas a hacer el “trabajo sucio”
después de la fiesta organizada por Cristina, pero es lo que hicieron.
Aunque no se proponen comportarse como los kirchneristas que atacaron al gobierno de Mauricio Macri desde todos los ángulos concebibles sin preocuparse en absoluto por los molestos
detalles concretos ni por las contradicciones que pronto tendrían que enfrentar, los jefes de las distintas facciones de la agrupación que por cuatro años estaba a cargo del país entienden que,
siempre y cuando no caigan en la tentación de entregarse a las reyertas internas que tanto apasionan a los miembros vitalicios de la corporación política nacional, podrían recuperarse muy pronto
de la derrota que sufrieron en octubre para erigirse en una alternativa de poder más fuerte, y más duradera, que el oficialismo actual.
Es que Cambiemos (o Juntos por el Cambio o lo que más adelante opte por llamarse), ha llegado a representar a mucho más que una coalición coyuntural de intereses
determinados. Encarna una idea, la de un país auténticamente federal que se mantenga ajeno a las ideologías genocidas que siguen fascinando a algunos, uno en que se respete la ley, la Constitución
y la libertad de expresión, en que no haya corruptos buenos y por lo tanto intocables y sea deber de todos esforzarse al máximo por aportar algo positivo al bienestar del conjunto. Tales aspiraciones no son privativas
de la clase media; son muchos los pobres, incluyendo a algunos “estructurales”, que las comparten.
Se trata de un movimiento que tiene raíces más profundas de lo que habían creído quienes figuran como sus dirigentes. Cuando Macri y sus adláteres
estaban por tirar la toalla, una multitud autoconvocada les recordó que, a pesar de la debacle económica que la había dejado malherida, una parte sustancial de la población no estaba dispuesta a
resignarse a una eternidad de arbitrariedad kirchnerista.
En las semanas siguientes, otros que habían aprovechado las PASO para castigar al macrismo modificaron su postura. De no haber sido por los votos procedentes del conurbano bonaerense
y otros distritos hundidos en la pobreza en que prima la mentalidad caudillista, Juntos por el Cambio pudo haber ganado, como hizo en las zonas más desarrolladas y más productivas del país, una franja
que se extiende desde Mendoza a la Capital Federal, que un humorista bautizó como “Chetoslovaquia”.
En circunstancias menos amenazadoras que las que nos han tocado, quienes se sienten identificados con lo que llaman la Argentina decente tendrían un par de años en que
decidir si les convendría permitir que Macri siga siendo el jefe formal de lo que se ha puesto en marcha o si no sería mejor elegir a otro, que podría ser el porteño Horacio Rodríguez Larreta,
la bonaerense María Eugenia Vidal, un radical como el mendocino Alfredo Cornejo que, a su modo particular, son más centristas que el ex presidente. Con todo, si bien los hay que preferirían demorar hasta
nuevo aviso una disputa por el liderazgo del bloque, no se puede pasar por alto el riesgo de que, una vez terminada la tregua veraniega, el país entre en una fase tumultuosa en que los comprometidos con los valores
republicanos tendrían que mantenerse firmes.
Por cierto, no sorprendería demasiado que, en el caso de que la crisis económica se haga inmanejable y empezaran a actuar los resueltos a sacar provecho de lo que para
ellos sería una oportunidad irresistible para dinamitar el sistema existente, Alberto descubriera que, en verdad, tiene más en común con la oposición que con los incondicionales de la madrina Cristina
y que, para gobernar como quisiera, necesitaría contar con su apoyo.
Si bien los principios de Alberto y sus simpatizantes son, por decirlo de algún modo, muy elásticos, es de suponer que esperan que su gestión no culmine en un nuevo
desastre histórico, lo que podría suceder si los kirchneristas más fogosos, enfurecidos por su resistencia a impulsar una “revolución” fantasiosa, se pusieran a hostigarlo. La voluntad
oficial de complacer a Donald Trump, el enemigo mortal de sus países favoritos– Venezuela, Irán y Cuba–, les brindaría todos los pretextos que necesitarían. La relación íntima
de los kirchneristas con el chavismo ya le está provocando dolores de cabeza a Alberto; de agravarse, como es probable, el conflicto de Estados Unidos con los ayatolás iraníes, padecerá algunos
más.
Para alcanzar el poder, el peronismo reunido atribuyó todos los muchos males económicos del país a la presunta ineptitud ilimitada de Macri, dando a entender que,
de regreso en el poder, no tardaría en reparar los daños aplicando medidas novedosas. ¿Es lo que están haciendo? Ellos dirían que sí, pero a juicio de muchos, el enfoque que han elegido
se asemeja bastante al gradualismo de los primeros años de Macri robustecido por un aumento fenomenal de la presión impositiva y la transferencia de recursos de los sectores más productivos a los menos.
Como fue de prever, tanta “solidaridad” a expensas del campo y de los jubilados “ricos” que cobran más que el mínimo, ya ha motivado protestas. Por lo demás, si la apisonadora tributaria
aplasta a PYMEs y hace huir a los inversores, sólo serviría para agravar una situación que ya es muy peligrosa.
Lo mismo que Macri en su momento, Alberto quiere ser su propio ministro de Economía. Incluso ha ordenado, bajo distintos eufemismos, a las empresas otorgar aumentos salariales
generalizados, fijar el precio de la nafta y reinstalar el sistema de subsidios energéticos y del transporte que, como señaló el líder radical Cornejo, discriminan en contra del interior y a favor
de la Ciudad de Buenos Aires y la provincia homónima, de tal manera diciendo “adiós al federalismo” y atentando “al corazón de la Argentina productiva”. En efecto, la estrategia
económica del nuevo gobierno peronista, como el de tantos antecesores, descansa en la convicción tradicional de que es deber de quienes producen subsidiar a los demás, un planteo que tiene cierta lógica
política pero que, a juzgar por los resultados, suele ser económicamente suicida.
Por ser tan escasas las opciones ante el país, a la oposición no le sería del todo sencillo elaborar un proyecto socioeconómico que sea radicalmente distinto
del ensayado por el gobierno de Alberto, pero en otros ámbitos las diferencias no podrían ser más patentes. No hay forma de compatibilizar la actitud frente a la corrupción del cuarenta por ciento
que votó por Macri en octubre con la de Alberto o, huelga decirlo, Cristina.
Es más: según una encuesta reciente, nada menos que el 48 por ciento de los consultados por una empresa que es afín al kirchnerismo cree que la expresidenta debería
ir presa por lo que hizo. Dicho de otro modo, el tema no es sólo muy importante por razones prácticas, ya que a los inversores en potencia no les gusta arriesgarse en países en que la Justicia baila al
son del gobierno de turno, sobre todo de uno tan imprevisible como el de Alberto y Cristina, sino que también podría resultar políticamente provechoso para la oposición. Aunque es imposible averiguar
lo que realmente piensa Alberto sobre el asunto –se ha mostrado capaz de argüir en pro y en contra de cualquier cosa con un grado de elocuencia que hubiera motivado la envidia de los sofistas griegos denostados
por Platón–, ya se habrá dado cuenta de que lo perjudican sus intentos de defender la trayectoria en tal sentido de su apadrinadora.
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