Por Carlos Ares (*) |
Dos mil años y lo que va del siglo les está costando a las mujeres salir del santuario en el que las encerraron desde que “el Espíritu Santo” violó
a María, una menor de edad. A cada derecho reclamado, obesos inquisidores que se sirven de monjas y encubren debajo de sus largas faldas a curas pedófilos, hacen oír todavía su voz masturbada en
tenebrosas catedrales. Hijas de Satanás, brujas, condenadas a la hoguera, a latigazos, lapidación, ablación, paliza, femicidio. Dios es hombre, sabelo.
El deseo reprimido, el placer de amar, la diversidad sexual, se despliega como la cola de un pavo real. En un juego de abalorios, vestidos con concheros y bordados de pedrería,
orgullosos “putos”, “tortas”, “trans”, “travestis”, ponen el cuerpo y dan la cara. Misteriosas “drag”, que maquillaban sus sueños ocultos en baúles
secretos y representaban sus fantasías frente al espejo del cuarto de baño, resplandecen ahora en los jardines urbanos como bichitos de luz.
No hay Papa, rabino, ayatola, gurú, pastor, cacique, presidente o caudillo capaz ya de imponer reglas morales sin sustraerse a la revisión crítica de sus acciones.
El arrogante autócrata, el burócrata con carguito, el dirigente protegido por patovicas, el que impide o manipula la libre elección y las manifestaciones democráticas, es resistido en las redes
sociales, en las urnas y en las calles.
Por cada Sergio Massa, por cada Pino Solanas, por cada político que miente o incumple su palabra, por cada De Vido, por cada delincuente liberado, por cada “Pata”
Medina, por cada Gerardo Martínez, por cada Milani, por cada cómplice de la dictadura, por cada sospecha de transa con la Justicia, hay ahora miles de ciudadanos dispuestos a reaccionar y a denunciarlos. Los
ultras, los “ismos”, se revuelven en su estertor.
El tiempo se escribe en los cuerpos, la demanda toma color, se tiñe el pelo, se tatúa, sale a la calle, grita, aquí, aquí, miren, soy, pido, exijo, quiero
ahora, existo hoy. No debería haber motivos ya para que nadie se vea obligado a buscar refugio por temor al rechazo, la discriminación en el empleo público o privado, la ofensa o la agresión a causa
de su elección sobre qué pensar y cómo vivir. Pero aún queda en este país un armario-confesionario, que permanece a medio abrir.
Perón es macho y Evita es la santa machirula, sabelo. Son eternos en sus reencarnaciones. Carlos y Zulema, Chiche y Eduardo, Néstor y Cristina. No se permite la apostasía,
renegar del dogma y de las supuestas “verdades”. Encerrados en sus contradicciones, aplastados por el relato, saturados de eslóganes, aturdidos por la marcha y los gritos, los fanáticos no logran
respirar, revisar la historia, dar aire a sus dudas
¿Qué tengo que ver con todo esto? Las actitudes fascistas, los crímenes terribles de la Triple A, López Rega, Isabel, los Montoneros, Menem, las mafias en los
gremios, los señores feudales, Zamora, Insfran, Rodríguez Saá, Manzur, Alperovich, el clientelismo, la corrupción. Cebados por el poder, alimentados a sapos, los perros guardianes de hierro de la
doctrina se irritan si alguien hace preguntas.
Se ven aliviados y felices a quienes, a pesar de todo, poco a poco, logran escabullirse y se liberan del armario peronista. Como el personaje de Jim Carrey en la película The
Truman Show, cuando abandona el decorado en el que transcurría su rutina. Sonríen, hacen una reverencia de despedida, dicen “buenos días, buenas tardes, buenas noches”, cruzan la puerta hacia
otro país posible y adiós.
(*) Periodista
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