Por Sergio Suppo
El relato kirchnerista inauguró una nueva etapa, dramática y audaz como las anteriores, siempre autorreferencial,
con Cristina como protagonista. Quitado el maquillaje de los discursos de la campaña electoral, la bendición de los votos acondicionó
el camino para una desembozada reivindicación de hechos y protagonistas de la etapa más controvertida de su presidencia.
Esta semana se conoció la declaración jurada de Cristina. Son números ínfimos que muestran en forma indirecta que derivó su cuestionada herencia
a sus hijos. No fue lo más grave, sin que deje de serlo. Entre el martes y el miércoles, la vicepresidenta apareció en el obrador de las represas de Condor Cliff con los empresarios Gerardo Ferreyra y Osvaldo Acosta, dueños de Electroingeniería y procesados junto a ella en la causa de los cuadernos de las coimas. En voz alta, pidió, además, a su propio gobierno que retome las obras de la ruta 9, que su administración le pagó
a Lázaro Báez, pero que el amigo de la familia Kirchner nunca hizo. El propietario de Austral Construcciones sigue preso en una causa abierta
por ese y otros escándalos.
Los tiempos del desembarco ya pasaron. Cristina puso a su gente en todas las áreas del gabinete de Alberto Fernández y controla en forma directa resortes claves para el desbaratamiento de las acusaciones que pesan sobre ella y sus hijos. Tampoco descuidó el mundo:
los embajadores en el Vaticano, China y Rusia fueron postulados por ella. La política energética, un sector millonario en potenciales inversiones
que deberán ser previamente negociadas, también quedó bajo su control, al extremo de que el presidente de YPF, Guillermo Nielsen, ya notó el alcance de la vicepresidencia. Un mes atrás fue ella quien, informada por ejecutivos de la petrolera, impuso una abrupta marcha atrás
a un aumento de los combustibles. ¿A quién irán a ver los interesados en extraer gas y petróleo de Vaca Muerta?
Fue Cristina la que a través del ministro de Cultura, Tristán Bauer, impuso el término "tierra arrasada" para nombrar a la gestión macrista.
Y es ella la que convierte a los procesados por corrupción en protagonistas de su reconocimiento público y a los detenidos en "presos políticos".
El caso de Gerardo Ferreyra es un buen ejemplo. En uso y abuso de analogías con la década del setenta, el gerente de Electroingeniería dijo que los fondos aportados
a la caja del kirchnerismo eran para el sostenimiento de la causa nacional y popular. A diferencia de otros empresarios, eligió no declarar como arrepentido, es decir, no colaborar con la investigación judicial.
En la seudo jerga setentista, Ferreyra, no se "quebró" y su gesto de no delatar a Cristina fue equiparado por la militancia de estos días al padecimiento
que el entonces militante del PRT-ERP sufrió como detenido desde 1975 y hasta el final de la dictadura. Hay, sin embargo, una visible selectividad en las celebraciones de la jefa política del oficialismo. Julio De Vido, la contraparte de Ferreyra y de tantos otros empresarios en años gloriosos de pagos inexplicables, no ha sido "indultado" y sigue aislado en su
prisión domiciliaria cuidando canarios.
No es Cristina la única responsable de que ella presente como hazañas los hechos que están siendo investigados y juzgados como delitos graves en la Justicia.
Una parte significativa de los argentinos eligió pavimentarle con su voto el camino del retorno. Había que optar entre la impunidad del kirchnerismo y el fracaso económico de Mauricio Macri. Esta realidad es aquella decisión.
© La Nación
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