Por Gustavo González |
Alberto confunde porque aún es difícil de asir. Sospechosamente menos kirchnerista de lo que algunos de sus votantes esperaban, pero todavía demasiado K para
los que siguen temiendo un regreso del cristinismo duro.
Hetero-ortodoxo. La confusión es razonable porque lo que hoy está en cuestión es si el albertismo
es la corporización de una nueva identidad fuerte de la política argentina, alternativa a la que representó el kirchnerismo y el macrismo, pero que absorbe elementos de uno y otro, y también del peronismo tradicional y del radicalismo.
La duda es si Alberto es el producto de una nueva necesidad de representación social o es, apenas, el emergente de una compleja alianza de poder, obligado por ahora a cantarle
a cada uno la canción que quiere escuchar.
Lo que está claro es que el estilo de sus primeras semanas no se parece al de Cristina ni al de Macri.
Sin embargo, conserva parte del relato cristinista y un ADN económico similar al de Néstor-Lavagna. Y no muy distinto al del último ministro de Economía del macrismo. De hecho,
mantiene algunas de las medidas claves de Hernán Lacunza: reperfilamiento de la deuda, cepo al dólar y freno a los aumentos de precios y tarifas.
A eso le agregó el mix hetero-ortodoxo de su admirado Roberto Lavagna, con búsqueda de un exigente triple superávit de las cuentas públicas (con incremento de las retenciones, aumento del IVA, congelamiento de
la fórmula jubilatoria), pero con ciertos incentivos a la demanda (bono a jubilados y a trabajadores activos, congelamiento de cuotas UVA, etc.).
Como la Argentina viene de un agrietamiento profundo, a un nuevo Presidente le cuesta reconocer que entre Lacunza y Guzmán hay un fino hilo conductor que se llama Lavagna;
o que Kirchner y Macri compartían, a diferencia de Cristina, la misma obsesión por el superávit, aunque a través de mecanismos distintos.
Y como la grieta de los políticos es en definitiva espejo de las grietas de sus representados, ni los radicales ni el sector político del PRO reconocen tampoco que
al menos una parte de los gestos y las medidas de Fernández eran las que hubieran esperado de Macri. Como llevar a una mesa de negociación a empresarios y sindicalistas o el plan contra el hambre, un recurso
político sencillo que, más allá de su efectividad, sirve para escenificar la lógica de que se pueden alcanzar consensos antigrieta.
En off the record, una parte del radicalismo celebra que el nuevo Presidente recuerde a Alfonsín cada vez que puede, y lamenta la concepción posmoderna del macrismo
de ignorar la simbología política que, llevada al extremo, hizo reemplazar en los billetes a los próceres por animales.
En tanto que los Rodríguez Larreta, los Monzó y los Frigerio del PRO ven en los acuerdos del oficialismo para aprobar rápido la ley de Emergencia, una “reivindicación
de la rosca”. Es una crítica a la “política de aislamiento” que le achacan al Macri.
También la mayoría de los gobernadores se muestra optimista: les bastó con ser convocados a una foto en la Casa Rosada para el anuncio de la suspensión
del Pacto Fiscal, con el fin de evitar desfinanciar a las provincias. Tras esa medida, los gobernadores radicales aceptaron darle quórum al tratamiento de la ley de Emergencia.
Esa es la “reivindicación de la rosca” a la que se refiere Monzó.
Entre CFK y Macri. Que gestos y medidas de Fernández reflejen a dirigentes del oficialismo y la oposición
es un indicio de que la grieta profundizada por Cristina y reforzada por Macri es una construcción que distorsionó la representatividad de las estructuras políticas más tradicionales, como las del
radicalismo y el peronismo.
El cristinismo en el Gobierno había representado el aggiornamiento de la llegada de sectores de las clases medias y altas al peronismo en la década del 70, pero que
despreciaban a ese peronismo y a sus líderes. En los 70 intentaron funcionar como la “vanguardia esclarecida” del movimiento de Perón, pero no lo lograron.
Con Cristina en el poder lo consiguieron y con sus discursos revivieron a pensadores como Jauretche y Abelardo Ramos (a quien el peronismo nunca consideró propio) o la figura
mítica de Evita (reivindicada en los 70 como imagen revolucionaria frente a un Perón supuestamente conservador).
Pero ese perfilamiento setentista de Cristina la fue alejando de la mayoría social que históricamente logra sumar el peronismo cuando concurre unido a las elecciones.
Perdió las presidenciales de 2015 con un Macri que supo construir una mayoría provisoria con votos de sectores bajos que en el pasado votaban al peronismo. Una tendencia
que se profundizó en 2017 cuando la misma Cristina perdió en la provincia de Buenos Aires compitiendo contra un desconocido como Esteban Bullrich, y ante un macrismo que se impuso en distritos históricos
del peronismo.
Por su parte, después de su fracaso económico y con el alejamiento electoral de los sectores más humildes, el macrismo perdió el carácter policlasista
que lo había convertido en una atipicidad del sistema político.
Volvió a parecerse entonces al típico partido de la llamada “derecha”, que en realidad reúne a sectores medios (bajos y altos) y a los de mayores
recursos, e incluye a ciertos liberales y progresistas. En cualquier caso, se trata de una alianza que en el país siempre fue minoritaria.
Nueva mayoría. Las circunstancias históricas llevaron a que Cristina primero y Macri después,
constituyeran identidades fuertes, antagonistas simples para convencer a audiencias predispuestas, en línea con la demanda de relatos unidireccionales y confrontativos cuya expresión más extrema está
en las redes sociales.
El verdadero enigma es si la llegada de Fernández al poder refleja el surgimiento de una nueva identidad fuerte, superadora del macristinismo. Y si el hecho de que algunos
de sus primeros gestos y medidas reciban una aceptación que cruza a las identidades anteriores, simboliza la reconstrucción de la identidad peronista más tradicional.
Una nueva mayoría política con la que el radicalismo, el lavagnismo o cierta socialdemocracia se pueden sentir más identificados que con el macrismo o el kirchnerismo.
Pasaron pocas semanas para saber si ése es el objetivo estratégico del nuevo Presidente.
O si solo está tratando de ganar tiempo y disimular hasta que pueda revelarse como la reencarnación de la vieja identidad cristinista.
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