Por Carmen Posadas |
Sin embargo, y como también señala Reyes, así como existen múltiples campañas que alertan de los peligros de la carretera, del alcohol o del mal uso
de Internet, no hay ninguna que enseñe cómo afrontar el problema del suicidio. Tampoco nadie se para a pensar que, detrás de esta palabra que siempre se pronuncia en voz baja –quizá sea el
único tabú que aún conserva nuestra sociedad–, se esconde no solo un hecho puntual y trágico, sino con mucha frecuencia años y años de sufrimiento. De sufrimiento y de desamparo,
porque el sistema sanitario español –sin duda uno de los mejores del mundo– tiene sus lagunas y quizá la más notable está relacionada con las enfermedades mentales. Paradójico
realmente si tenemos en cuenta que la depresión que acabó con la vida de la madre de Román Reyes es un mal endémico de nuestro tiempo. Su caso es solo un ejemplo, pero muy ilustrativo. Fueron muchas
las veces que rogó que la internaran, pero, al cabo de una semana, le daban el alta, porque así lo manda el protocolo. «Ojalá tanto sufrimiento como ella experimentó sirva al menos para cambiar
ciertas cosas –apunta Román Reyes–. Sería deseable que los ingresos psiquiátricos estén acordes con las necesidades del paciente, y no con lo que marque una tabla de euros o un supervisor
que presiona al psiquiatra cuando este logra estabilizar al enfermo. Ni en una semana ni en un mes se sale de una depresión con brotes paranoides».
Estos casos tal vez abran debate sobre la necesidad –o no– de hablar del suicidio. Hasta ahora, una ley no escrita hacía que no se le diera publicidad a esta forma
de morir. Solo cuando una persona conocida –un actor, un escritor, una deportista– elige poner fin a su vida, la palabra ‘suicidio’ aparece en los medios de comunicación. Pero siempre con vergüenza,
con esa carga de censura que no solo cae sobre la persona desaparecida, sino que estigmatiza también, y para siempre, a los miembros de su familia. ¿Se debe o no levantar el manto de silencio que entre todos hemos extendido sobre el suicidio? Quienes sostienen que no, piensan que se puede producir un efecto imitación que multiplique el ya abultado número de casos. Quienes creen que sí, argumentan que, con mucha frecuencia,
tras un suicidio hay una larga y también muy estigmatizada enfermedad: la depresión. Un mal que no depende de la voluntad del paciente, como tampoco uno elige sufrir diabetes o cáncer. Pero, sin embargo,
el baldón está ahí, como si fuera su culpa sufrir ese dolor profundo, esa tristeza que no se extingue. Yo no sé cuál es el modo adecuado de poner freno a esta situación. Solo sé
que no consiste en barrer el problema bajo la alfombra, tachar de débiles, pusilánimes a quienes lo sufren y mirar para otro lado. Tampoco estaría de más hacer hincapié en lo que antes he
señalado. La depresión no es un capricho de gentes aburridas e indolentes; quienes la sufren no son blandos, perdedores ni cobardes. Es una enfermedad y, como cualquier otra y como tal, debe ser tratada. No todo
el mundo tiene dinero para pagarse un médico privado. No todo el mundo es Woody Allen como para sublimar su depresión y su neurosis y convertirlas en espléndidas películas para que todos nos riamos
de sus flaquezas. El mundo está lleno de personas que se sienten solas con su mal. «Espero que la muerte de mi madre pueda servir para ablandar corazones de piedra», dijo el otro día Román
Reyes. De momento, ya ha iniciado una petición en Change.org a la que se están sumando miles de personas y ha logrado abrir el debate sobre un tema vedado. No es mal principio.
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