Por Jorge Fernández Díaz |
El regreso al poder de la fuerza hegemónica de siempre (más
de lo mismo) no resulta la verdadera novedad política del momento. La noticia más relevante es que desde las cenizas del 27 de octubre se ha insinuado la creación de un movimiento popular republicano.
Este nuevo y sorpresivo fenómeno es resultado -entre otras razones y sentimientos comunes- de aquellas movilizaciones multitudinarias (cientos de miles de personas se reconocieron en las calles de las grandes ciudades
y en las plazas de toda la República), y lo patético es que ese acontecimiento histórico tiende a ser incomprendido por propios y extraños. Para Cambiemos se trata de una mera adhesión puntual;
para los flamantes oficialistas, una expresión cabal del neoliberalismo: parece que hay más de diez millones de neoliberales en la Argentina.
La verdad es que unos y otros se equivocan. Esa sociedad movilizada consideró a Cambiemos una herramienta circunstancial para defender un sistema de vida con división de
poderes, organismos de control que controlen, equilibrios y contrapesos, transparencia en las cuentas públicas, castigo a los corruptos, desdén por el caciquismo feudal, economía sustentable, capitalismo
virtuoso y razonable relación con el mundo: un país normal. Dentro de ese inmenso colectivo hay radicales, liberales, desarrollistas, socialdemócratas, conservadores y hasta peronistas con convicción
institucional; también conviven con ellos simples ciudadanos independientes y librepensadores. No los une más ideología que un republicanismo genérico. Que es popular por lo masivo y porque atraviesa
todas las clases sociales. La palabra "republicano" es noble y no alude aquí al partido de derechas de los Estados Unidos, sino al dramático y venturoso sentido que le otorgaron los españoles,
cuando se oponían a aquel otro nacionalismo, que también era movimientista y que se engalanaba con la palabra "caudillo". El mayor triunfo de la cultura peronista consistió en que su oposición
aceptara desde el comienzo ser innominada. Es un triunfo lingüístico fundamental: existen el peronismo y el antiperonismo. Nada más. Por lo tanto, hay una única fuerza reconocida en el terreno; el
resto ni tiene nombre, y hasta puede acatar el ninguneo de ser "contrera" o la animalización de ser "gorila".
Perón admitía que el justicialismo había sido creado para luchar contra la democracia liberal: los "demoliberales" eran sus grandes adversarios. Se refería
a la misma democracia occidental que elevó la libertad y el Estado de Bienestar a niveles inéditos en la historia de la civilización humana, algo que el General (nobleza obliga) no llegó a apreciar
en todo su esplendor, acotado como estaba bajo la vieja y rancia sombra de su protector, el generalísimo Francisco Franco, y mucho antes de que la Unión Europea desplegara su inspiradora prosperidad. Perón
fue el resultado de un ejército nacionalista y filonazi, de la experiencia mussoliniana y de dos golpes de Estado. Pero los "demoliberales" que se le opusieron no tuvieron su talento y, en su famosa impotencia,
buscaron también al partido militar para destruir al partido populista. Este ciclo deleznable acabó en 1983, cuando un republicano arrasó en las urnas y derrotó limpiamente al justicialismo. Se
creía entonces que el radicalismo era finalmente la nominación posible de esa otra Argentina. La debacle de 2001, sin embargo, echó por tierra esa ilusión, desprestigió a los partidos y alumbró
una era imprevisible de movimientos y coaliciones. Cristina Kirchner utilizó las técnicas del neopopulismo para ahondar la división entre réprobos y bienaventurados, y Mauricio Macri logró
terminar en tiempo y forma un gobierno civil no peronista, hito simbólico para nuestra democracia de bajas calorías en que monologaban eternamente el militarismo o las veinte verdades. La Pasionaria del Calafate
puso a su militancia en modo resistencia contra el gobierno constitucional, apostó por su destitución y ofendió de hecho a sus votantes: les arrojó el guante a la cara, y los republicanos lo recogieron.
La reacción fue de manual: quienes respondían estaban "dominados por el odio". Es como si una víctima de bullying recibe varias palizas en el patio de la escuela, un día responde con un
solitario codazo y lo denuncian con escándalo en la dirección por ser un alumno violento. Trucos peronistas, más viejos que Apold. Lo cierto es que sucede con los republicanos lo que Ramos y Jauretche
contaban de los nacionalistas: una vez fueron "oligárquicos"; recién más tarde se transformaron en "populares". Este republicanismo plebeyo de última generación es contracíclico
y encarna la rebel-día frente al statu quo, y, sobre todo, les disputa a los justicialistas el concepto excluyente de "pueblo", apropiación imaginaria e indebida de todo populismo. Nadie puede aseverar
hoy que esos diez millones de votantes no sean una parte sustancial del pueblo argentino. Es por eso que la de-nominación "republicanismo popular" (ahora la criatura tiene nombre y apellido) les resulta intolerable
a los kirchneristas; los irrita profundamente, los descoloca en su visión caricaturesca y cristalizada de "peronistas versus oligarcas". Porque esta nueva demanda por aclamación, que no debería
ser desoída, discrimina los errores del pasado, se separa de ellos y sepulta definitivamente el partido del Anti. El antiperonismo fracasó, y el republicanismo popular, de configurarse, viene a ampliar fronteras
y a convivir con sus diferentes ideas internas: sin el antikirchnerismo no se puede, con el antikirchnerismo no alcanza. Y también llega para constituirse en una alternancia real que rescate al peronismo de su vocación
antisistema y atraiga incluso hacia la zona de la república a peronistas republicanos que conviven hoy con chavistas argentos en la ambigua adminis-tración de Alberto Fernández.
Esa otra Argentina, derrotada aunque paradójicamente múltiple y palpitante, precisa una dirigencia que tal vez no esté a la altura de las circunstancias. Mientras
el peronismo es líquido y plástico (aceptan sus profundas divergencias con tal de recuperar el comando), los partidos republicanos tienden a ser rígidos y susceptibles, a exigir homogeneidad y a refugiarse
en la "pureza" (la gendarmería intestina es impiadosa); también, a llenarse rápidamente de límites y a conformarse inconfesablemente con ser viudos de perdedores o pequeñas e inofensivas
expresiones testimoniales de una nación que no los comprende ni merece. Estos graves defectos, cocinados en el inoperante y oxidado partido del Anti, no atienden la exigencia de la hora ni conforman el abierto clamor
del cuarenta por ciento. Quizá les valgan las máximas de Victor Hugo (el genio). Sostenía el autor de Nuestra Señora de París que la melancolía es solo la felicidad de estar tristes.
Que nada resulta tan estúpido como vencer: la verdadera gloria está en convencer. Y que ningún ejército puede detener la fuerza de una idea cuando llega a tiempo.
© La Nación
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