Por Guillermo Piro |
Pero no la encuentra. La casa donde trabajaba está cerrada, no hay nadie a quien
preguntar por ella. “Buena, admirable Molly –dice Céline–, si aún puedes leerme, desde un lugar que no conozco, quiero que sepas que no he cambiado para ti, que sigo amándote y siempre
te amaré a mi manera, que puedes venir aquí, cuando quieras, a compartir mi pan y mi furtivo destino”. El hecho es que desde la aparición de Anna Karina en nuestras vidas, todas las prostitutas bellas
tienen su rostro. Ningún lector le perdona a Céline haber abandonado a Anna.
Anna Karina murió el pasado 14 de diciembre a los 79 años. Su llegada al cine había sido de la mano de Jean-Luc Godard (este Godard, manteniendo viva esa costumbre
de enamorarse de sus musas), cuando tenía 19 años, en El soldadito. Su aparición es inolvidable, porque lo que le ocurre al protagonista le ocurrió y seguirá ocurriéndole a quien la
vea por toda la eternidad. Bruno Forestier, un fotógrafo desertor del ejército francés que se refugia en Suiza, charla en la calle con un amigo. El amigo le dice que está esperando a una amiga danesa,
Verónica Dreyer, que es muy bella, tan bella que podría apostar a que en cuanto la conozca va a enamorarse de ella. Bruno apuesta 50 dólares a que eso no va a ocurrir. Y entonces Verónica aparece.
La vemos de lejos jugar en la calle con un perrito a pilas que le ofrece un vendedor ambulante. Se acerca a los dos amigos, mantienen entre los tres una conversación trivial, y finalmente Bruno decide irse. Saluda,
cruza la calle, pero de pronto vuelve sobre sus pasos, se acerca a su amigo y a Verónica y le pide a ella que sacuda la cabellera. Ella lo hace, entonces él mete la mano en el bolsillo, saca 50 dólares
y se los entrega a su amigo. Eso desde entonces dejó de ser “amor a primera vista” para pasar a llamarse “efecto Karina”.
Anna representó el paradigma de la belleza, esa que en definición de Valéry es fácilmente reconocible porque nos pone nerviosos. A su aparición fulgurante
en El soldadito siguieron muchas más, hasta Vivir su vida, donde encarna a la prostituta que un buen día decide cambiar de vida, y todo se descalabra. Homero Alsina Thevenet escribió sobre esa película
una crítica memorable, sentenciando al final que era el más hermoso homenaje, en toda la historia del cine, que un artista había dedicado a su musa.
Anna gozaba de un don propio de los gatos: salía bien en todas las fotos. Al punto que podía darse un lujo que le está vedado a la mayoría de los mortales:
intentar ser fea. Una foto lo demuestra: hace una mueca tonta, la boca abierta, sacando la punta de la lengua, con los ojos excesivamente abiertos. Realmente hace lo que puede, pero sabe que no tiene nada que perder, porque
es tan bella que todo está de su lado. El mundo a sus pies. A su modo, contribuyó a que todos nos esforzáramos por ser mejores personas, con la ilusión de que tal vez así, con un poco de
suerte, pudiéramos tener al lado a una mujer como ella.
Céline quería a Molly nuevamente a su lado. Si ya no es bella, dice, no tiene importancia: “Tanta belleza he guardado de ella en mí, tan viva, tan cálida,
que aún me queda para los dos y para por lo menos veinte años aún, el tiempo de llegar al fin”.
Buena, admirable Anna, sí aún puedes leerme, te estoy diciendo lo mismo.
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