Por Jorge Fernández Díaz |
Alberto Fernández siempre les respondía a sus amigos que Sarmiento lo acompañaba porque había
sido el escritor más progresista de la historia argentina: el padre de la educación popular y de la sociedad del conocimiento. Cristalizarlo en las viejas guerras civiles y en la añeja cultura social del
siglo XIX es un miserable anacronismo; examinarlo con ojos del presente, un grave error y una militancia rústica. Cuando F. desalojó el despacho en 2008, enojado con la radicalización del matrimonio gobernante,
su sucesor ordenó retirar de inmediato la estatuilla. Fernández la reclamó hace una semana para sentirse acompañado durante su gestión presidencial. Sarmiento vuelve a observarlo, día
tras día, con su mirada pétrea.
Cristina y Macri eran, cada uno a su modo, de una sola pieza: F. es un PH modificado, una casa chorizo llena de habitaciones, corredores laberínticos y recovecos secretos. La
elección de Stiglitz como carta de presentación ante el mundo financiero internacional tranquilizó bastante esas aguas: no se trata, como se cree en el kirchnerismo mágico, de un San Perón
o de un Santa Claus del Estado, sino de un economista de la heterodoxia con rigores ortodoxos en materia fiscal y jurídica, y un enemigo de la emisión descontrolada. Su sola mención -el hombre es el mensaje-
fue bien recibida por Kristalina; también por el Vaticano: junto a Jeffrey Sachs y Paul Krugman, mister Stiglitz forma parte de la mesa de economistas senior del heredero de Pedro.
Los funcionarios del Fondo, que conversan mucho más de lo que se conoce con el nuevo presidente de la Nación, han comprendido que el lector de Sarmiento no tomará
el camino de Maduro, a pesar de que mande a defenderlo en la ONU: medida indefendible, fruto de los compromisos de la Pasionaria del Calafate. El ajuste salvaje que F. ordenó sobre el campo, los jubilados y la clase
media desarrollada -saludado con euforia por los mercados- tiene por objeto pagar la deuda externa. Que se hará con el mismo estilo y la misma retórica que se le dispensó al FMI durante la "década
ganada": como un acto emancipatorio, en nombre de los desposeídos.
El disfraz, la manipulación de las palabras, es el principal ardid de la política peronista y una de las claves de su gobernabilidad. Son increíbles los versos y
contorsiones discursivas que llevaron a cabo los legisladores kirchneristas para justificar hoy lo que repudiaban ayer bajo el tutorial "Con los abuelos, no". Estas abnegadas ovejas son aquellos mismos lobos feroces
que hace dos años provocaron desmanes en el recinto y organizaron una intifada en las calles, en lo que resultó lisa y llanamente un intento de golpe de Estado al Parlamento.
El saqueo de hoy, operado genéricamente sobre el 41% que votó contra Cristina Kirchner, se realiza bajo la bandera de la "solidaridad". Y con cara de piedra.
La reforma de Domingo Cavallo también se llamaba "ley de solidaridad previsional". Coincidencias semánticas de gente sensible con superioridad moral y coartadas infinitas. Ya se sabe que hay lucha de
clases en la Argentina: los pagadores de impuestos (centralmente la despreciada pequeña burguesía productiva) y los cobradores (subsidiados, ñoquis, burócratas y bonistas de Wall Street).
Tenía razón, nobleza obliga, Guillermo Calvo: solo el peronismo podría hacer el ajuste con "apoyo popular". Aunque el profesor de Columbia seguramente
pensaba ajustar en otras partidas de la inviable administración pública: allí cientos de miles de integrantes de la burocracia nacional, provincial y municipal -esa criatura monstruosa, voraz y desbordada-
gozan del privilegio de ser intocables. Su peso sobre el gasto público es fenomenal, pero jamás los alcanza ni siquiera el chantaje emocional del show mediático del hambre. El asunto no les incumbe. Será
porque mayoritariamente votan por la casta política que los empleó: solo durante el kirchnerismo ingresaron al Estado más de un millón de ellos. Sus financiadores son los que han incurrido en el
error de producir, de exponerse a los méritos de las empresas y comercios privados, de ser ciudadanos de a pie y animales de carga del progreso: carne de cañón del fisco.
Lo pintan de cuerpo entero a Alberto Fernández los dos mismos colores con los que Sarlo retrató a Kirchner: la audacia y el cálculo. F. ha ordenado multiplicar por
diez el dramatismo de la hora para crear la sensación de que estamos en 2001 y ha requerido, en nombre de la emergencia, un estado de excepción para capturar superpoderes; también para flexibilizar convicciones:
ahora se puede, por ejemplo, reivindicar a la otrora demonizada minería. Hola, Pino, ¿llueve en París?
La última noche en la residencia de Olivos, Macri le explicó a un amigo que si Fernández lograba modificar la fórmula jubilatoria y reprogramar razonablemente
la deuda, su gestión podría marchar bien: "Nosotros le hicimos el trabajo duro". Parafraseaba así a Ricardo Arriazu: Cambiemos lega superávit comercial y en cuenta corriente externa; redujo
el déficit fiscal, ajustó el tipo de cambio y normalizó las tarifas, dejó un nivel de monetización muy bajo y un nivel de reservas más alto que en 2016. Y a pesar de que los vencimientos
son inminentes y pesados, el ratio de deuda no es exorbitante si se lo compara con el de muchas naciones prósperas de la región. La inflación iba en baja y la economía comenzaba a recuperarse cuando
llegó el "palazo" de las primarias: allí hubo pánico, corridas bancarias, nuevas devaluaciones, remarcación de precios (acelerada por el anuncio de un pacto social), suba consecuente de
la inflación y estrés recesivo: lo que empezaba a recuperarse volvió a desplomarse pesadamente. La situación no amerita, sin embargo, la excepcionalidad, ni tampoco les pone nubarrones a los nuevos
inquilinos de la Casa Rosada. La aprobación relámpago de un paquetazo fiscal trata principalmente de engordarle la lapicera a Fernández. Que el lunes, ya dueño de múltiples facultades delegadas,
y munido de una lapicera gigante, será un hiperpresidente, y tal vez vaya incluso camino a diluir la sombría y venenosa idea de un régimen vicepresidencialista. Nadie debería subestimarlo. Si el
artículo 85 hubiera pasado, no solo habría conseguido esterilizar a la oposición; también habría empequeñecido de un plumazo el peso institucional y político de la arquitecta
egipcia. Sin el 85, acaba igualmente de asegurarse un poder personal del tamaño de su esperanza. Todo el episodio, a diez días de haber asumido las funciones, ratifica que desentrañar la personalidad ubicua
del nuevo jefe del Estado es tarea compleja y que las simplificaciones inducirán al error. "Nadie me conoció bajo la máscara de la identidad ni supo nunca que era una máscara, porque nadie
sabía que en este mundo hay enmascarados -escribía Pessoa-. Nadie supuso que junto a mí estuviera otro que, al fin, era yo. Siempre me juzgaron idéntico a mí".
Resulta una verdadera incógnita, ya fuera de la poesía, si su programa será reactivador o si, como el impuestazo de la Alianza, desmejorará el consumo. También
es dudoso que Fernández pueda gestionar, al mismo tiempo, los dos gobiernos que anidan en Balcarce 50: uno busca relaciones sensatas con Occidente y aliviar la grieta; el otro promueve el eje bolivariano y se dispone
a otra batalla cultural contra los "enemigos de la patria". Mientras en lo alto del poder se suceden gestos amistosos hacia quienes piensan distinto (Martín Caparrós); en las bases de los ministerios
y organismos hay revancha y patota. Y consignas violentas de analfabetos políticos. Tenía razón Sarmiento: "La ignorancia es atrevida".
© La Nación
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