Por Guillermo Piro |
Para ese entonces, el director del suplemento Tuttolibri, del diario La Stampa, de Turín, el escritor Nico Orengo (extrañamente nunca se publicó en español un libro suyo que se había traducido a instancias de Osvaldo Soriano, de quien Orengo era muy amigo: Las rosas de Evita; está traducido, solo hay que publicarlo), me pidió que con la excusa de la salida del libro entrevistara a Bioy, con quien yo había tenido, digamos, un trato diario durante la organización de la primera Bienal de Arte Joven, en 1989, de la que Bioy Casares fue jurado en el rubro novela.
Pero era imposible que se acordara de mí. Leí el libro, llamé por teléfono, hablé con una mujer y concerté una cita en su departamento de
la calle Posadas, un viernes de agosto (creo) a las 7 de la tarde. Como soy puntual, a las 7 de la tarde estaba tocando el timbre, y pocos minutos después estaba en un gran salón, dotado de una nutrida biblioteca,
esperando. Quien me abrió la puerta me dijo que iba a tener que esperar un poco, porque a Bioy le estaban haciendo una entrevista de la televisión española. La espera fue larga, ni siquiera suavizada con
un café o un vaso de agua: pura soledad y aburrimiento. Dos horas después, la puerta de la habitación de Bioy se abrió y por ella salieron dos sujetos gordos –todos los operadores de cámara
tienen sobrepeso–, y luego de un breve lapso –durante el que suponía que Bioy se estaba “poniendo cómodo”, como corresponde a cualquier sujeto de 84 años que acaba de hacer frente
a una larga entrevista televisiva– la puerta volvió a abrirse y se me invitó a pasar.
El espectáculo era bastante triste y desolador: Bioy, en pijama, estaba sentado detrás de un escritorio. Detalle encantador: llevaba gorro de dormir, algo que yo únicamente había visto en las películas de Los Tres Chiflados. Se lo veía agotado, más que agotado, exhausto, exangüe... Más que exangüe, consumido: derrengado. Tenía las manos entre las
piernas y la cabeza ladeada, como alguien que ni siquiera tiene la fuerza necesaria para mantenerla erguida. Así que le propuse lo que cualquiera en mi lugar le hubiera propuesto: posponer la entrevista. Pero la cosa
era más complicada: al día siguiente él tenía que viajar a Biarritz y su vuelta estaba programada para un mes después, con lo cual los tiempos se desbarataban: había que hacerla en
ese momento.
Entonces –cualquiera en mi lugar hubiese hecho lo mismo– abrí mi corazón delator y dije: “Bioy, lo último que quisiera es ofenderlo: podría escribir no digo una, sino tres entrevistas a usted, todas diferentes, sin necesidad de hacerle ninguna pregunta”. Entonces Bioy se puso de pie, con dificultad, y acercándose a mí abrió los brazos y me dijo: “Deme un abrazo, mi amigo...”, no con el tono habitual en que debía dirigirse a los peones de su estancia en Pardo, que era el tono con que Bioy se comunicaba
habitualmente, sino como alguien que se dirige a un ser humano: agradecido. Fue la entrevista más corta que hice en mi vida. En ella Bioy hablaba de todo lo que se cansó de repetir una y otra vez en otras entrevistas,
e incluso sostuvo en un momento su lapicera entre los dedos, diciendo: “Esta es mi máquina de escribir”. Nico Orengo quedó muy conforme.
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