Por Héctor M. Guyot
En el kirchnerismo, la palabra ha sido un velo que oculta las verdaderas intenciones. Para entenderlo hay que imaginar lo que no se ve. Imaginemos entonces que Cristina Kirchner puso a Alberto Fernández donde está para que la salvara de una o varias condenas judiciales seguras. Con el rechazo que genera su imagen, ella jamás hubiera podido ganar las elecciones.
No le quedó otra alternativa
que utilizar a Fernández de instrumento. Tentado por la banda y el bastón, el otrora réprobo aceptó el juego y selló el acuerdo que le ofrecían. Solo debía desdecirse de lo que había afirmado en los últimos diez años. En este país, parecía un precio módico. Pero ahora encabeza un gobierno basado en un pacto secreto cuyo cumplimiento le será exigido sin contemplaciones. Ese pecado original condicionará
su gestión, al menos hasta que una redención inesperada lo libere del peso de su deuda o de su misma acreedora, con la cual, para peor, debe convivir ahora en lo más alto del poder. Este escenario, fruto
de mi imaginación, podría explicar por qué el Presidente pareció un hombre atrapado el día de su asunción. Un hombre preso en una contradicción insalvable, que lo llevó a mostrar dos caras bien distintas.
Primero, todo fue razonabilidad y conciliación. Esa faceta empezó a desplegarse a través de gestos inequívocos. Fernández le ofreció a Macri
-y viceversa- un abrazo sin reservas, más cercano o afectuoso incluso que el que después trabó con su vicepresidenta, frío y protocolar. Antes había empujado la silla de ruedas de Gabriela
Michetti, que lo esperó en la puerta del Congreso, hasta la Cámara de Diputados. La primera parte de su discurso ante la Asamblea Legislativa fue un llamado a superar el odio y el rencor entre los argentinos. "Apostar a la fractura y a la grieta significa apostar a que las heridas sigan sangrando. Actuar de ese modo sería lo mismo que empujarnos al abismo", dijo, e invitó a ver la mejor faceta de aquellos
que piensan distinto de uno.
Era lo que hacía falta escuchar. Lo que el país necesita. Pero, sin transición, todo cambió cuando empezó a hablar de la Justicia. Su voz adquirió
el tono de una arenga. En forma y fondo, contradijo todo lo dicho hasta ese momento. Denunció persecuciones políticas del gobierno anterior y detenciones arbitrarias. Pidió un "nunca más"
para una Justicia contaminada, entre otras cosas, por "procedimientos oscuros y por linchamientos mediáticos". La platea propia aplaudió de pie ese llamado a "sanear" los tribunales. Era el
clímax del discurso. La lucha contra el hambre, la apelación a la justicia social y el llamado a la concordia quedaban opacados ante el fervor que despertaba un relato disfrazado, como siempre, con medias verdades.
¿Cuánto tiempo podrá el Presidente oscilar entre la razón y el relato? Imaginemos que Fernández tiene un ánimo dialoguista, respetuoso de
las ideas ajenas, pero está limitado por el contrato que firmó para llegar al poder. Para cumplir con lo pactado deberá ir contra lo que acaso sea su verdadera naturaleza. Hacia afuera, tendrá que
enfrentarse con la prensa independiente y con un 40% del electorado que resistirá el operativo impunidad. Allí deberá apelar al relato en versión reloaded, puesto que ahora, con el avance de los juicios, la corrupción de los tres primeros gobiernos kirchneristas ha quedado más expuesta. Y el relato es confrontación,
división, demonización del otro. En síntesis, grieta.
"Se buscó que desapareciéramos como seres humanos", dijo Cristina Kirchner ese día, en una muestra de hasta dónde está dispuesta a llevar
las cosas. También, de que seguirá aferrada a la grieta y el relato, que a esta altura parece su idioma natural.
El pecado original pondrá al Presidente, más tarde o más temprano, en una encrucijada. ¿Diálogo o confrontación? ¿Unión en la
diversidad o grieta? Y entonces deberá decidir. ¿A quién le será fiel? ¿A quién traicionará? Este es el meollo del nuevo gobierno. ¿Quién -qué- prevalecerá?
Otra contradicción: Fernández dijo que Cristina Kirchner es una perseguida, acosada en forma arbitraria por jueces sujetos al poder político y a la influencia
de los servicios de inteligencia. Agregó enseguida que su gobierno, que prepara una reforma de la Justicia, va a acabar con los operadores judiciales. Debería advertir que el modo en que defiende a la vicepresidenta
puede llevarlo, en contra de su más íntima voluntad, a calzar en aquella categoría funesta que tanto mal le ha hecho a la vida institucional del país y que ahora él mismo -dice- se propone
combatir.
Se vienen tiempos difíciles. La lógica y la razón serán blanco de nuevos ataques. Al periodismo le toca aportar claridad de modo constructivo, poniendo
de manifiesto estos atropellos. Quizás ayude leer, cada tanto, estos versos de Octavio Paz contenidos en su libro Árbol adentro: "Sí, la realidad es real. / Y flota -enorme, sólida, palpable- sobre este instante hueco".
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario