domingo, 15 de diciembre de 2019

El guardián del paraíso

Por Arturo Pérez-Reverte
Era un hombre sabio, honrado y bueno. Y además era todo un caballero. Uno de esos seres humanos, raros pero no infrecuentes, que al desaparecer del mundo hacen éste peor, más triste y oscuro. Se llamaba Luis Bardón Mesa, tenía 86 años y era librero anticuario, quizá el más conocido de España y notable entre los mejores y famosos. Además, era mi amigo. Murió hace un par de semanas, yo estaba entre viaje y viaje, y no pude asistir ni a su entierro ni a su funeral. Así que le adeudo esta página.

Sobre todo, porque a él debo muchos momentos de felicidad y un enorme reconocimiento. En mi biblioteca hay –mientras tecleo estas líneas lo tengo a la vista– abundantes pruebas de ello.

Conocí a Luis a finales de 1990, cuando, entre viaje y viaje profesional –todavía era yo entonces un reportero de la tele–, andaba huroneando entre París, Lisboa y Madrid tras libreros y bibliófilos para escribir El Club Dumas, que se publicaría dos años después. Fui a verlo a su hermosa librería de la plaza de las Descalzas Reales de Madrid, en busca de información, y con generosidad y paciencia me ayudó a profundizar, desde un punto de vista profesional, en el mundo fascinante por el que se acabarían moviendo Lucas Corso, Boris Balkan, Liana Taillefer y los demás personajes de la novela. Y si aquel texto pasó con éxito los filtros críticos de bibliófilos y especialistas en medio centenar de países, buena parte de ello se debió a sus conocimientos, anécdotas y consejos. Desde entonces, junto a nombres de libreros anticuarios como Guillermo Blázquez, Porrúa y Berrocal, Luis Bardón formó parte de mi personal mitología bibliófila. Y para mí fue príncipe entre todos ellos, pues en los años siguientes y hasta su muerte nuestra relación se afianzó más allá de la relación librero-cliente, en lazos estrechos de amistad y respeto.

He dicho más arriba que Luis era un caballero, y no se trata de simple elogio a un amigo muerto. Lo era de verdad. Hijo del fundador de la librería, crecido entre ediciones raras e incunables, tenía la tranquila autoridad, el aplomo elegante de quien conoce su oficio y a sus clientes. Es el único librero anticuario del mundo con el que he discutido –a veces con amistosa dureza–, porque se empeñaba en hacerme, en algunos libros, rebajas que yo consideraba excesivas. «El librero soy yo, y tú el amigo. Así que les pongo el precio que quiero», decía. Y cuando me negaba y me iba, él me los mandaba a casa. Algunos de mis más queridos Cervantes, Quevedos, tratados de náutica, se los debo a él, que siempre me atendió con deferencia y tacto exquisitos. Me ofrecía los mejores ejemplares disponibles y siempre encontraba lo que yo andaba buscando, que me mostraba con orgullo de viejo cazador. El momento culminante de nuestra relación ocurrió en 2004: apasionado de Cervantes, compuso tres maravillosos catálogos de las obras de don Miguel que pasaron por sus manos; y el primero de ellos –con 155 ediciones distintas de El Quijote– lo editó con un prólogo mío. Pero aún me hizo otro honor mayor: «Acabo de conseguir un manuscrito original de Alejandro Dumas –me dijo un día–. Y te lo voy a dar al mismo precio que pagué por él, porque quien debe tenerlo eres tú». Y así lo hizo.

En los últimos tiempos lo vi con menos frecuencia. Demasiados viajes por mi parte; mientras que él, gastado por la edad y los achaques, seguía yendo cuanto podía, aunque ya de forma intermitente, a la librería, cuya responsabilidad principal había pasado a sus hijas Alicia y Belén –otra hija, Susana, se independizó hace mucho, también como librera anticuaria–. La penúltima vez que entré en su paraíso para bibliófilos de la plaza de las Descalzas lo encontré sentado en el despacho del interior de la tienda, tenaz guardián del sagrario más íntimo de aquel formidable laberinto libresco; consecuente hasta el fin con su vocación, su trabajo, su vida y su leyenda; fiel a sus clientes y a sus amigos, que a menudo fueron, o fuimos, una y otra cosa a la vez: los que aún seguimos vivos y los que lo precedieron en la despedida. Murió, me cuentan sus hijas, con mi última novela a medio leer en su mesita de noche. Supo extinguirse despacio, sereno, como el señor que siempre fue; con la certeza lúcida y melancólica de que también cierta clase de mundo desaparecía con él: un mundo que huele a piel con lomos dorados, a noble papel de hilo resistente al tiempo, a pecios de mil naufragios rescatados y puestos de nuevo a flote por hombres y mujeres como él. Sin Luis Bardón, sin todos ellos, el mundo que viene tendrá lo que sin duda desea y merece: libros de plástico, aún durante cierto tiempo, para acabar en un tiempo sin libros. Y después, que el diablo nos lleve a todos.

© XLSemanal

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