jueves, 12 de diciembre de 2019

El conflicto que viene no es ideológico

Por Andrés Malamud (*)
El mapa de una Argentina dividida entre Peronia y Chetoslovaquia es ingenioso y mentiroso a la vez. Es cierto que Córdoba es muy macrista y Formosa muy kirchnerista, pero en la mayoría del país las dos hinchadas coexisten. Las últimas elecciones fueron las más nacionalizadas desde los años 80: los resultados de cada partido fueron homogéneos en todo el territorio. El Frente de Todos metió legisladores en todos los distritos; Juntos por el Cambio, en casi todos; Consenso Federal, en casi ninguno. La grieta unificó al país.

La grieta también unificó a los partidos. Cuando una competencia es pareja, el que se divide pierde. La creación de Cambiemos fue la respuesta inteligente ante la fortaleza kirchnerista; la unidad del peronismo fue la respuesta inteligente ante la fortaleza cambiemita. Los aciertos del rival nos fuerzan a ser mejores. El renacido bipartidismo argentino es producto de las PASO y del aprendizaje democrático, no de la casualidad.

Pero el bipartidismo vive en el electorado, no en la dirigencia. Ante el ciudadano se presentan dos boletas, pero esas boletas agrupan partidos o facciones muy diversas. El Frente de Todos junta al mundo del salario, representado por los sindicatos, con el mundo del subsidio, representado por las organizaciones sociales. Juntos por el Cambio amontona a quienes rechazan al peronismo por su componente autoritario con quienes lo rechazan por su componente popular. La estabilidad de cada alianza dependerá de la habilidad propia y de la sobrevivencia ajena.

A nivel institucional, todo presidente enfrenta cuatro potenciales conflictos: con el vicepresidente, con el Congreso, con la Corte y con los gobernadores. En la Argentina las miradas están puestas en el primer foco, lo que el politólogo Luis Tonelli definió jocosamente como hipervicepresidencialismo. El concepto hace referencia al peso electoral de Cristina y a su control sobre el Congreso. Pero sin quererlo, también ridiculiza la noción de hiperpresidencialismo. De hecho, los presidentes argentinos solo son poderosos cuando lideran su partido o controlan el Congreso; en caso contrario son De la Rúa.

Los voceros de la república, que aborrecían al Congreso como escribanía del Ejecutivo, temen ahora que el Ejecutivo se convierta en escribanía del Congreso. Es más probable que se implemente una división del trabajo. La Corte tampoco debería ser, en el corto plazo, un obstáculo: son pocos y se conocen mucho. Con uno de los supremos Fernández hasta compartió Gabinete. El punto frágil de las relaciones institucionales será entonces con las provincias, porque la manta fiscal es siempre corta. El Presidente, que no es un líder carismático sino un negociador, podrá adoptar una estrategia bífida: una para los gobernadores del interior, otra para la provincia de Buenos Aires.

Con el interior practicará lo que en relaciones internacionales se llama "juego de doble nivel": un diplomático negocia con otro ofreciendo las menores concesiones posibles, porque de lo contrario no lograría la ratificación doméstica. Así, su debilidad juega a su favor. Fernández, que había prometido gobernar con los líderes provinciales pero no les convidó ni un vaso de agua, podrá decirles: "Yo quiero darte, Cristina no me deja". Policía bueno, policía malo: gran fórmula para el ajuste. Pero con Kicillof, el protegido del policía malo, esta táctica no es aplicable.

Las relaciones del gobierno federal con la provincia de Buenos Aires fueron históricamente conflictivas. Hasta 1880, cada elección presidencial implicaba un levantamiento bonaerense. El problema se resolvió descabezando la provincia y desterrando a su gobernador: La Plata fue Siberia. El mismísimo "corazón de Perón", Domingo Mercante, fue obligado a renunciar a la reelección y luego expulsado del partido en 1953. Alfonsín aprovechó su amistad con Alejandro Armendáriz para reducirle la coparticipación, y lo mismo hizo Macri con Vidal. Y así como Menem boicoteó a Duhalde, Cristina humilló a Scioli. El gobernador siempre pierde, pero a veces la provincia se venga: Alfonsín y De la Rúa cayeron cuando La Plata se les puso en contra.

Todo candidato presidencial tiene incentivos para priorizar a Buenos Aires, porque alberga al 37% del electorado. Pero todo presidente tiene incentivos para relegarla, porque solo controla el 27% de los diputados y el 4% del Senado. Imprescindible en la campaña y dispensable en el gobierno, la provincia está condenada al abandono federal: recibe por coparticipación la mitad de lo que le correspondería por población, producto bruto o necesidades básicas insatisfechas. Compárese con provincias normales como Córdoba o Mendoza, donde la identidad colectiva convive con una percepción de progreso más allá de los gobiernos. En Buenos Aires, todos los indicadores empeoran desde la recuperación democrática.

El problema no se limita al conurbano. La Plata constituye un monumento a la decadencia, y Mar del Plata no sabe vivir sin déficit fiscal o emergencia social. La Legislatura provincial es, al decir de Carlos Pagni, "el lugar más opaco de la institucionalidad de La Plata después de la policía bonaerense". Pero el Poder Judicial no le va en zaga, combinando opacidad con ineficiencia. La dirigencia política bonaerense es precámbrica y no tiene incentivos para cambiar. La prueba es el gabinete de Kicillof, un rejunte de jóvenes allegados con los elementos más retardatarios del kirchnerismo. La innovación, modernidad y audacia que asoman tímidamente en el gabinete de Fernández no se replican en La Plata.

Una provincia degradada y diseñada para no funcionar se cierne sobre el Presidente. Todos los gobernadores pensaron que conseguirían domarla y todos fracasaron. No será la lucha ideológica, sino la ciénaga bonaerense la que podrá hundir a la fórmula presidencial.

(*) Politólogo, Universidad de Lisboa

© La Nación

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