Por Gustavo González |
Aquel fue el país de los saqueos a los comercios, el corralito bancario, los cacerolazos, los más de treinta muertos y el de los cinco presidentes en once días,
el último de los cuales fue Eduardo Duhalde.
Esta semana, tras reunirse con él, Alberto Fernández dijo que el Monumento al Bombero debía llevar la cara del ex presidente, una metáfora para recordar su rol en combatir el incendio de aquellos
años.
“Te c... a trompadas”. La gestión Duhalde se recuerda como la etapa final de ese período de caos (que terminó con la muerte de Kosteki y Santillán), pero si tuvo un mérito fue el de haber encaminado
la crisis económica y calmar los ánimos de una sociedad entristecida y anárquica.
Y su principal herramienta no fueron las grandes movilizaciones del peronismo o el sindicalismo (también esa verticalidad estaba rota) o rápidas soluciones económicas.
La base sobre la que empezó a construir cierto intento de normalidad fue con el llamado a lo que se conoció como la Mesa de Diálogo Argentino. Que era más
una herramienta simbólica que real. Esa fue su mayor virtud: entender que los símbolos también construyen la realidad.
Ese Diálogo 2002 fue un llamado formal, institucional, al consenso. Se hicieron reuniones públicas y privadas en las que participaron la ONU, distintas iglesias y asociaciones
civiles y sindicales. En ellas se recreaba la tensión de las calles: se discutía, se gritaba, se acordaba.
Duhalde recuerda que en una de ellas, un funcionario suyo sugirió que había que aplicar retenciones a la exportación de soja. Empezaron a discutir con los dirigentes
del campo hasta que uno de ellos gritó: “¡No te c... a trompadas porque están los curas!”.
Unos días después, fue ese mismo representante del campo el que propuso aplicar ese impuesto para crear un fondo de ayuda social.
Al final, se emitió un documento entregado a Duhalde en un acto transmitido en cadena nacional. Allí se mencionaban preocupaciones generales, se hacía un llamado
a la paz y recomendaciones como la de crear un plan Jefas y Jefes de hogar que luego brindaría asistencia a dos millones de personas.
Pero ni la sociedad en general ni tampoco el círculo rojo tomaron demasiada nota de los detalles finos del documento, las palabras protocolares ni las decenas de firmas que
lo suscribieron.
Catarsis. Lo que importó fue la escenificación pública de un acuerdo social, un compromiso
mínimo de consensos que demostraba que en esa situación extrema era posible sentarse alrededor de una mesa para dialogar. Y que había sido la autoridad política del Estado quien había convocado
a ese diálogo y era esa misma autoridad la que se comprometía a escuchar sus recomendaciones.
Los individuos pueden hacer catarsis recurriendo al psicoanalista, a un amigo o a un retiro espiritual. Pero cuando es la sociedad la que decide hacer catarsis, las cosas se complican
porque empiezan a actuar mecanismos como el de la imitación, el contagio colectivo. Fue lo que sucedió aquí en 2001 y es lo que pasa hoy en Chile, Bolivia y Colombia.
Catarsis es un concepto aristotélico que significa purificación y se relaciona con la facultad que tienen las representaciones teatrales para escenificar las pasiones
y frustraciones de las audiencias.
Llevar ese drama al escenario y ver cómo los personajes lo resuelven, le ayudaría al público a resolver sus propios enfrentamientos de la forma más civilizada.
Si los protagonistas del drama encuentran puntos de acuerdo sobre el escenario, nada impediría que el consenso pueda bajar a la platea.
Por qué no estalla todo. Habría que preguntarse por qué, en medio de esta crisis y con la incertidumbre por el cambio de gobierno, el país vive una relativa paz social mientras que los vecinos están convulsionados.
La primera razón puede ser, justamente, el recuerdo de 2001. Pero otra razón es que la expectativa de un nuevo gobierno se tome como la esperanza de que a partir del
10 de diciembre el país estará mejor. (En el Gobierno hay quienes creen que, de haber ganado, la tensión en las calles habría crecido tras los comicios).
El problema es que, por más que las medidas de la nueva administración vayan a ser exitosas, sus efectos no se sentirán de inmediato.
Entonces, frente a tal expectativa y a tamaña crisis, será necesario algo más que anuncios económicos concretos. Algo que garantice una catarsis colectiva
distinta a la de nuestra convulsionada región. Una escenificación menos traumática que capte la necesidad de la sociedad de romper con la trampa de la grieta y recree la confianza social.
De hecho, se supone que una parte de quienes votaron a Alberto Fernández lo hizo creyendo en un discurso de campaña que decía eso. Lo mismo que el 6% de Lavagna
y, seguramente, una porción del votante de Macri.
Para Alberto, llamar a un Diálogo 2020 no tendría costo económico y, quizá, tampoco político.
Mostraría que lo que se prometió en campaña se pondrá en práctica de inmediato a través de una mesa de consenso de la que participen personalidades
representativas de distintos sectores, incuestionables, cercanas al nuevo oficialismo, pero también al radicalismo y al macrismo. Nadie le podrá decir que no porque a pocos le serviría que el país
explote.
Macri-Cristina: el mismo error. Hoy la sociedad está más proclive a escuchar ese mensaje antes que cualquier relato fanatizado del peronismo o del antiperonismo.
El llamado a un Diálogo 2020 no garantizará que el país encuentre una salida a la crisis. Pero sin consensos básicos que dejen atrás los relatos
antinómicos será imposible cualquier normalidad económica.
No habrá crecimiento sin confianza. Y no habrá confianza sin un llamado institucional que escenifique el fin de la confrontación social como método de
construcción política.
Macri supuso que no era necesario. Siguió la misma política de Cristina de hacerse fuerte en un núcleo duro cebado por el odio al otro.
Eso puede servir para ganar elecciones. Para gobernar un país se requieren mayorías amplias y una mirada de estadista que vea más allá del corto plazo.
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