Por James Neilson |
Aunque Alberto insiste en que comparte plenamente el ideario de la señora, virtualmente nadie le cree. Su propia imagen es la de un operador político astuto de opiniones sensatas. La de la expresidenta es, bien, sui generis, ya que no entra fácilmente en ninguna categoría.
A juzgar por lo que ha ocurrido desde que Cristina regresó de su visita más reciente a Cuba, la tierra santa de la izquierda dura latinoamericana en que “la revolución”
ha triunfado de forma aplastante sobre el deseo burgués de disfrutar de cierto bienestar material, hasta nuevo aviso Alberto tendrá que conformarse con un rol subalterno. Está por recibir de la mano de Macri los símbolos del poder cuasi monárquico del jefe de Estado argentino, pero la banda y el bastón no le servirán para mucho si sus subordinados
se niegan a prestar atención a sus órdenes a menos que las refrende Cristina, la que, por su parte, no para de recordarle que es gracias exclusivamente a ella que se vio catapultado
a la cima de la pirámide institucional del país, un lugar al que nunca había soñado con llegar hasta que un buen día su benefactora decidió que valdría la pena entregárselo.
Así pues, además de tratar de impedir que lo que todavía queda de la maltrecha economía nacional se vea barrido por un tsunami hiperinflacionario, un
desastre que podría ocurrir a menos que el nuevo gobierno actúe con mucha firmeza en los meses próximos, Alberto tendrá que intentar frenar la ofensiva furibunda que Cristina ya ha iniciado contra sus muchos enemigos judiciales, mediáticos y, desde luego, políticos. Si no le es dado apaciguarla, no le cabrá más opción que la de resignarse a ser el mandatario titular de un país convulsionado.
Para que Alberto no olvidara que la situación en que se encuentra es mucho más precaria que la de su antecesor inmediato, Macri, cuando este se instalaba en la Casa
Rosada, a apenas una semana de la asunción formal del gobierno que encabezará, Cristina aprovechó la oportunidad que le proporcionó la Justicia para pintarse como la víctima de un complot
siniestro urdido por una cáfila de jueces, fiscales, periodistas mercenarios, macristas y otros sujetos igualmente despreciables que la persiguen por el crimen de ser una líder popular y peronista. Puesto que, sumados, tales personajes representan una proporción muy significante de la población del país, declararles la guerra tendría consecuencias desafortunadas. Entre otras cosas, afectaría a la relación del país con el mundo desarrollado donde la censura es mal vista y la independencia de la Justicia es algo más que una teoría interesante.
¿Y la corrupción de que tantos hablan? Según la vicepresidenta electa, lo de los miles de millones de dólares rapiñados mediante la cartelización de la obra pública y aquellos hoteles vacíos que le servían
para lavar el dinero así recaudado serán inventos burdos fabricados por los especialistas en “lawfare”, o sea, en una modalidad que ha sido adoptada por quienes pierden una guerra o una contienda
política con el propósito de hacerles la vida imposible a los ganadores, atacándolos en los tribunales. Los primeros en protestar contra el “lawfare” o “guerra jurídica” eran los militares norteamericanos con el respaldo de su gobierno, pero entonces el tema, como el de los derechos
humanos que Estados Unidos usó con éxito en la batalla cultural contra la Unión Soviética, fue apropiado por izquierdistas y otros, entre ellos el papa peronista Jorge Bergoglio, para atribuir los problemas legales de personas como Lula, Rafael Correa y, desde luego, Cristina, a la malignidad de adversarios
inescrupulosos.
Dadas las circunstancias, Cristina, y por lo tanto Alberto, no tienen más alternativa que la de aferrarse a este capítulo del relato K que, para los convencidos por
la cantidad fenomenal de información inculpatoria que es de dominio público, refleja la noción de que la cleptocracia es una forma de gobierno tan respetable como cualquier otra, de ahí el deseo
de quienes la apoyan a ver liberados a los “presos políticos” encarcelados por haber colaborado con el saqueo.
Cristina y, es de suponer, Alberto esperan que no sólo “la historia” –es decir, el jurado formado por la mitad del electorado
que los votó varias semanas atrás–, sino también todos los demás, incluyendo, desde luego, a los líderes de otros países, tomen su interpretación de los hechos en serio.
Es mucho pedir. Aun cuando el país no se enfrentara con una crisis socioeconómica terriblemente amenazadora, la reputación nada envidiable en este ámbito que los
kirchneristas han adquirido bastaría para hacer del país un paria internacional a ojos de inversores cautelosos.
Si, como parece probable, Cristina opta por dar prioridad a su lucha contra los muchos que la creen fabulosamente corrupta, al nuevo gobierno le será muy difícil manejar
la economía con un mínimo de cordura. El espectáculo al que asistiremos a menos que Cristina, Alberto y sus simpatizantes se limiten a hablar pestes de quienes no los quieren, podría servir para
galvanizar a los militantes de la causa kirchnerista, pero no ayudaría al gobierno a conseguir la colaboración de los muchos que no lo son.
Aunque hay que desearle suerte a Alberto y los funcionarios que, con el visto bueno de Cristina, están por encargarse del país, ya que del resultado de sus esfuerzos
dependerá el futuro de casi 45 millones de personas, por ahora cuando menos los presagios distan de ser buenos. Mientras duró la campaña electoral, el pronto a ser presidente pudo hacer gala de un grado
notable de optimismo al dar a entender que poner dinero en los bolsillos de la gente sería más que suficiente como para resucitar una economía asfixiada por la estulticia macrista, pero desde aquellos
días felices ha preferido hablar de manera más sobria en torno a las opciones que cree disponibles. Puede que exageren quienes conjeturan que en verdad no tiene la menor idea de cómo resolver o atenuar
los problemas más urgentes, y ni hablar de los “estructurales”, pero la escasa confianza que sienten luego de escuchar las alusiones de presuntos asesores de Alberto a lo
estimulante que sería hacer pleno uso de la maquinita, está compartida por los muchos empresarios que prefieren demorar decisiones importantes hasta que el panorama frente al país se haya hecho un poco
menos nublado.
Acaso lo único que tienen en común los integrantes de la coalición variopinta que por motivos netamente electoralistas se alineó detrás de Alberto,
es la voluntad de blindar los nichos que ocupan en las organizaciones que sostienen a la clase política y, si pueden, ampliarlos. Por cierto, no los unen una fe ideológica identificable ni un “proyecto
de país” determinado. Aunque en algunas circunstancias el pluralismo así supuesto podría considerarse positivo, no lo es cuando un gobierno tiene que afrontar el
desafío planteado por una economía rota que no está en condiciones de satisfacer las expectativas más modestas de la inmensa mayoría de los habitantes del país. Sin el respaldo del grueso de sus congéneres del mundillo político, al gobierno le será imposible tomar medidas que perjudiquen a los resueltos a prolongar la vida del cada vez menos viable
modelo corporativista.
Si Alberto y sus acompañantes realmente creyeran saber lo que sería necesario hacer para que la Argentina se recuperara luego de mucho más de medio siglo de
deterioro económico y social, sus convicciones en tal sentido podrían resultar contagiosas, pero últimamente han brindado la impresión de no entender muy bien la magnitud de la tarea que les aguarda.
De más está decir que la sospecha de que ya se sienten superados por lo que ven acercándose con rapidez desconcertante ha comenzado a incidir en el estado de ánimo de buena parte de la ciudadanía.
A diferencia de lo que sucedió cuatro años antes, en esta oportunidad el nuevo presidente empezará su gestión en medio de un clima caracterizado por el
escepticismo del grueso de los agentes económicos. Aunque Macri terminó decepcionándolos, el “rumbo” que eligió les pareció menos malo que las alternativas. Si bien muchos empresarios ven en Alberto un hombre razonable que, de no ser por la proximidad de Cristina, sería capaz de administrar una crisis que los asusta, y que acaba de agravarse un poco más
al aplicar Donald Trump un arancel a las exportaciones de aluminio y acero como represalia por la devaluación del peso, temen que los conflictos internos se hagan tan virulentos que correría peligro la gobernabilidad.
Coincide Eduardo Duhalde: dice que si Alberto y Cristina se pelean, “se acabó”. ¿Y si no se pelean?
Entonces, el país será nuevamente un laboratorio en que los imaginativos y, a veces, truculentos pensadores kirchneristas se divertirían poniendo a prueba sus
ideas heterodoxas, ya que los relativamente moderados carecerían de un defensor capaz de disuadirlos.
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