Por Juan Manuel De Prada |
Aquel libro, juvenil y un tanto atolondrado, se nutrió sobre todo de la memoria de la propia Ana María,
por entonces ya nonagenaria pero todavía lúcida. Ahora, veinte años después, me he propuesto contrastar en los archivos todas las afirmaciones que entonces Ana María me hizo, contrastando
a la vez mi credulidad un poco exaltada de entonces con la experiencia escarmentada de un hombre que ya camina hacia el otoño de la vida. Lo cierto es que el contraste en los archivos ha mantenido (e incluso incrementado)
la fascinación que hace veinte años Ana María Martínez Sagi ejerció sobre mí; pero también me ha servido para comprobar que nuestra memoria, por vigorosa que sea, está
llena de lagunas, que a veces pueden ser oceánicas; y que nunca actúa como una especie de notario neutral, sino a instancia de parte. Y no siempre, por cierto, para ocultar aquello que nos perjudica o magnificar
lo que nos beneficia, sino por resortes mucho más complicados, que tienen que ver con la percepción casi siempre errónea que tenemos de nosotros mismos, con la imagen que sobre nosotros mismos deseamos
trasmitir a la posteridad.
Así que la investigación literaria en la que me he embarcado me está sirviendo para reflexionar mucho sobre las argucias de la memoria, que siempre son interesadas,
incluso cuando las mueve un noble interés. No creo, sin embargo, que el olvido sea el mejor modo de despachar el pasado, por muy loables y altruistas que sean las razones de ese olvido. Por el contrario, considero muy
saludable «traer memoria» –como recomendaba Santa Teresa– para no olvidar la lección de los errores propios y de los ajenos, que nos sirven de escarmiento fructífero. Además, «traer
memoria» nos ayuda a permanecer vigilantes, para no reincidir en los errores que cometimos en el pasado, o que cometieron nuestros ancestros, causa de no pocos quebrantos y tragedias personales y colectivas. El ejercicio
de la memoria puede, además, ayudar a nuestra perfección moral, cuando se alza sobre contingencias y mezquindades, cuando se libera de ese lastre de rencores que envilece a tantas almas. Hemos de acudir al ejercicio
de la memoria para no dar en olvidos acomodaticios y falsamente tranquilizadores, para evitar la repetición de insensateces y bestialidades; también, por cierto, para restablecer el honor o la dignidad de quienes
fueron devorados por el olvido, sobre todo si lo fueron después de padecer sufrimientos inicuos. Pero la memoria no debe servir para alimentar el rencor. Sabemos que el mal nunca duerme; y que, como la grama, prende
a derecha e izquierda del camino con una prontitud que asusta.
La investigación que estoy realizando me ha llevado a archivos franceses, donde se encierra una parte nada exigua de los vestigios del exilio republicano; y he podido comprobar
que tales vestigios no se han beneficiado de la fiebre de la llamada ‘memoria histórica’. Fomentar con partidas presupuestarias el estudio de esos legajos devorados por la incuria hubiese sido, desde luego,
un modo de restablecer la dignidad de esos exiliados republicanos (aunque ya se sabe que, en España, muchas investigaciones académicas son, del doctor Sánchez abajo, una ensalada de plagios y refritos).
En cambio, no veo en qué restablece el honor o la dignidad de quienes sufrieron exilio o muerte o vejámenes injustos andar desenterrando el cadáver de Franco. Eso no es «traer memoria», como nos pedía Santa Teresa, para el perdón y el escarmiento, sino «crear memoria» para la agresión y el desquite, para alimento del resentimiento,
para satisfacción de fanáticos y ventajistas.
La guerra civil española y la dictadura que la siguió son un tema de propaganda muy tentador, al que la mentira y la pasión sectaria han sacado y seguirán
sacando un opíparo rendimiento. Pero la peor actitud frente a quienes quieren convertir una memoria parcial y llena de lagunas en historia es la de los desmemoriados que no quieren saber nada del pasado, mientras los
sectarios se fortalecen y no cesan en su siembra abundante de cizaña. No se trata de avivar rencores, sino de tener el sentido despierto, de poner la verdad en su sitio y no a merced de las deformaciones de la mentira
y de la pasión, sean del signo que sean.
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