Por James Neilson |
A ojos de los más despectivos, era un CEO despistado que tomaba la Argentina por una empresa comercial que le sería dado manejar según las pautas del sector privado, lo que para muchos profesionales
de la política era un insulto.
Aunque los resultados de las PASO parecieron confirmar el juicio de quienes querían deshacerse de Macri, lo que sucedió después los ha obligado a modificarlo. No
habrá sido por su carisma personal que centenares de miles de personas se congregaron para aplaudirlo en ciudad tras ciudad, pero la verdad es que desde los tiempos ya remotos de Raúl Alfonsín, muy pocos
políticos han sido capaces de enfervorizar a multitudes semejantes. Puede que haya exagerado Miguel Pichetto al afirmar que “treinta días más y los pasábamos por arriba”, pero la derrota
que sufrió Cambiemos en las elecciones presidenciales distó de ser tan categórica como tantos habían previsto. Si la Argentina fuera un país parlamentarista, sería legítimo
hablar de un virtual empate.
Luego de recuperarse, con la ayuda de una muchedumbre autoconvocada, del bajón anímico que le supuso el “palazo” de las PASO, Macri se reinventó; el
ingeniero amigo de los números se metamorfoseó en algo parecido a un político tradicional, para no decir populista. Tardíamente se dio cuenta de la importancia de vincularse emotivamente con la
gente, de mostrarse en público como una persona tan sensible como el que más compartía las esperanzas, ilusiones y, sobre todo, valores de muchísimos compatriotas.
¿Será suficiente lo que hizo en las semanas finales de la campaña como para permitirle liderar hasta nuevo aviso la oposición al gobierno de Alberto Fernández
y. tal vez, regresar al poder después de las próximas elecciones? Si bien no ha desaparecido por completo el riesgo de que Cambiemos reaccione frente al revés que acaba de experimentar entregándose
al canibalismo, Macri tiene motivos para confiar en que, como dijo, “hay gato para rato”.
Por ser la Argentina un país de inclinaciones monárquicas, de ahí el “híperpresidencialismo” que la caracteriza, son muchos los políticos
que son reacios a aceptar cargos inferiores a los ya ocupados a menos que, por alguna que otra razón, necesiten contar con fueros. A diferencia de lo que sucede en las democracias consideradas maduras, figurar como
el jefe formal de la oposición no acarrea mucho prestigio.
Aquí lo normal es que, una vez consolidado un gobierno, los forzados a pasar una temporada en el llano se dispersen hasta que se hayan acercado las elecciones presidenciales siguientes,
cuando comenzarán a reagruparse detrás de los precandidatos más promisorios.
Asimismo, por lo de “más vale ser cabeza de ratón que cola de león”, siempre han abundado los minipartidos, algunos unipersonales, que a lo sumo militan
dentro de un “movimiento” de ideología tan vaga que sería inútil exigirle un mínimo de coherencia. De más está decir que la ausencia de partidos estructurados equiparables
a los que durante muchas décadas dominaron el escenario político en los países desarrollados ha contribuido enormemente al fracaso histórico de la clase dirigente nacional.
De todos los muchos intentos relativamente recientes de llenar el vacío así supuesto, el que dio pie a Cambiemos, una fusión aún incipiente del PRO, la UCR,
la Coalición Cívica y, con la incorporación de Pichetto, una parte del PJ, ha sido por lejos el más prometedor. Con tal que se mantenga unido, podría cumplir un papel fundamental en los años
venideros que, por cierto, amenazan con ser traumáticos para el grueso de la población.
Comprometido como está con un conjunto de valores que podrían calificarse de republicanos, a Cambiemos –a esta altura no serviría para mucho darle otro nombre–,
le correspondería impedir que el nuevo oficialismo los violen en nombre de las prioridades de la mitad, o más, kirchnerista de la coalición electoralista que fue armada por Cristina pero que todavía
no se ha definido; ya es evidente que lo insinuado por Alberto Fernández es incompatible con el presunto proyecto de la vicepresidenta electa y sus adherentes incondicionales.
Lo mismo que el radicalismo, Cambiemos ha adquirido la reputación de ser congénitamente incapaz de domar la díscola economía argentina, una deficiencia que
se atribuye ya a su hipotético apego al “neoliberalismo”, y a a la debilidad sensiblera de quienes carecen de la “vocación de poder” de los peronistas. De más está decir
que los años de gradualismo no lo ayudaron a hacer creer que había descubierto cómo combinar la sensibilidad social con una dosis adecuada de realismo.
Aunque con miras a convencer a los especialistas en sacar provecho del dolor ajeno de que el torniquete brutal que tendrá que aplicar es culpa exclusiva de Macri, Fernández
no ha dejado de hablar pestes de la gestión de quien pronto será su antecesor, tarde o temprano tendrá que reconocer que el estado catastrófico de la economía se debe a mucho más que
los “errores” que según casi todos fueron perpetrados en los cuatro años últimos. Aprenderá que desde la oposición es maravillosamente fácil vapulear a los responsables
de administrar una economía que desde hace muchas décadas está groseramente distorsionada, pero que no lo es en absoluto hacer las cosas mejor sin chocar contra intereses creados muy poderosos.
¿Se resistirán los dirigentes de Cambiemos a atacar a sus sucesores con la furia que aquí es habitual por no conseguir reducir de golpe la brecha enorme que separa
las expectativas mayoritarias de la triste realidad. Macri jura que no, que las críticas de la oposición serán “constructivas” e “inteligentes”, lo que sería toda una novedad
en una sociedad acostumbrada a los excesos verbales de quienes buscan destruir los adversarios sin preocuparse por el bienestar general.
A juzgar por la forma civilizada en que aceptó la derrota y su voluntad de colaborar para que la transición no agregue más problemas a los muchos que ya abruman
al país, Macri se siente muy cómodo en el papel de líder opositor que se ha propuesto. Es de suponer que, además de defenderse contra los resueltos a desensillarlo por creerse mejor preparados para
desempeñar dicho rol, procurará fortalecer Cambiemos que, al fin y al cabo, es en buena medida su propia criatura, para que tenga la posibilidad de triunfar primero en las elecciones de medio término que
se prevén y, un par de años más tarde, devolverle las llaves de la Casa Rosada y la residencia de Olivos. Como ya sabrá, en política el tiempo pasa muy rápido y si el kirchnerismo
pudo recuperarse luego de haber provocado una cuota nada despreciable de desastres, no hay motivos para que Cambiemos, siempre y cuando se mantenga fiel a los principios declamados, no logre emularlo.
Frente al desafío terrible planteado por la economía, la oposición tendría que hacer gala de un grado excepcional de prudencia aunque sólo fuera porque,
en el caso de triunfar en el futuro, no le convendría “heredar” un país irremediablemente quebrado. Con todo, como entienden los de Cambiemos y, es de esperar, algunos oficialistas lúcidos,
hay mucho más en juego, ya que la situación calamitosa en que se encuentran las finanzas del país, la escasa productividad de casi todas las empresas y el avance al parecer inexorable de la pobreza extrema
son síntomas de un mal profundo de origen sociopolítico, cuando no cultural.
Aunque siempre es posible hacer concesiones en materia económica, no lo es si se trata de temas como la corrupción, el respeto por las normas constitucionales, la independencia
de la Justicia y la defensa de la libertad de expresión, ámbitos estos en que los kirchneristas y sus aliados actuales siempre han sido proclives a cometer barbaridades.
Para perplejidad de muchos que han visto cómo en otras partes del mundo, incluyendo a Chile, turbas furibundas se han alzado en rebelión contra elites que creen corruptas,
aquí aproximadamente la mitad del electorado ha preferido pasar por alto las denuncias en tal sentido que han llovido sobre las cabezas de Cristina y sus socios. Los más fogosos las han tratado como mentiras
confeccionadas por los medios, otros se han convencido de que, por ser corruptos todos los políticos, en especial los procedentes del mundo empresarial, es injusto ensañarse con los que militan en el “campo
popular”. Sea como fuere, el que los más propensos a tratar la corrupción como un asunto meramente anecdótico sean los que más odian al macrismo debería inquietar a Alberto Fernández;
si de resultas del eventual fracaso de su gestión económica la minoría macrista se transformara en mayoría, no sólo personas de clase media sino también muchos que viven en pobreza
compartirían la indignación por la corrupción que en cierto modo reivindica un sector clave de la coalición que encabeza. En este terreno, la Argentina es una excepción notable, pero no hay
garantía alguna de que siga siéndolo por mucho tiempo más.
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