Por Juan Manuel De Prada |
¿Quién no se ha sorprendido con frecuencia, después de haberse quedado huérfano de un ser querido, hablando con él, o reservándole las habitaciones
de la casa que antes ocupaba, o cocinando las mismas comidas que a él le gustaban? Los muertos dejan una reverberación en nuestra existencia, una especie de eco o espejismo
de eco que los mantiene vivos y a nuestro lado, llenando el aire con una trémula vibración; y así su ausencia nunca es completa y pavorosa, sino reparadora y hasta ligeramente
voluptuosa. Una vez superado el desconsuelo que nos produjo la desaparición física de ese ser querido que nos dejó, aprendemos que su presencia (¡su existencia!) nos sigue abrigando frente a la intemperie
del corazón. Todos, alguna vez en la vida, hemos afrontado ese milagro secreto, todos hemos sentido alguna vez la incierta pululación de una presencia amiga que ya creíamos extinguida y de repente se aposenta
en nuestro ánimo, aboliendo las servidumbres del tiempo y descendiendo sobre nuestros párpados como un aliento bienhechor.
Cuando era niño pensaba que, debajo de los cementerios, había ciudades subterráneas comunicadas por una infinita red de pasadizos. Los muertos, según
mi particular visión de ultratumba, apenas eran depositados en la fosa, y después de escuchar con resignada ironía las lamentaciones y responsos que se pronunciaban ante su tumba, se internaban en esa
ciudad laberíntica que yo imaginaba como una mezcla de aquellas catacumbas que los cristianos primitivos excavaron para escapar al furor homicida de los emperadores romanos y de aquellas galerías habitadas por
jorobados siniestros, que Edgar Neville había mostrado en una de sus películas. Pero la ciudad subterránea de los muertos diseñada por mi fantasía nada tenía de fúnebre, pues,
aunque estuviese sumida en la oscuridad, era iluminada por sus habitantes, que brillaban como luciérnagas. Y, de vez en cuando, esos muertos luminosos abandonaban su ciudad subterránea para velar el sueño
de sus seres queridos, para consolarlos en sus noches de insomnio y zozobra, para protegerlos contra las asechanzas de sus enemigos. Aunque la infancia ya quedó lejos, sigo creyendo que los muertos amados siguen presentes
en nuestra vida de las formas más sutiles, a través de esa ‘comunión de los santos’ en la que fervorosamente creo (tal vez porque he tenido constantes pruebas de su verdad). Quienes nos precedieron
en la andadura de la vida terrenal forman piña con quienes todavía seguimos por este barrio, a veces intercediendo por nosotros, a veces demandando nuestras oraciones y sufragios. Y esta comunión indestructible
entre los vivos y los muertos, esta sociedad de ayudas mutuas añade hondura y espesor a nuestra vida terrenal, la nutre de bellezas íntimas que nos transmiten fortaleza, aun en medio del dolor. Pues no hay nada
más hermoso (no hay forma de solidaridad más plena) que la comunión de las almas, que nos permite contemplar nuestra vida como un hilo que forma parte de un vasto y hermosísimo tapiz. Para dificultar
o impedir la visión de este tapiz se ha creado la odiosa fiesta de Giliween, que convierte la comunión indestructible entre los vivos y los muertos en un pandemónium macabro que convierte a los muertos
en fantasmas y los mezcla en un enjambre aturdidor, confabulados en la misión de martirizar a los vivos (o por lo menos de darles la murga y hacerles bromazos). Resulta, en verdad, perturbador comprobar cómo
la escatología cristiana ha sido sustituida en las mentes arrasadas de esta generación por mamarrachadas de cuño yanqui: la intervención de superhéroes que salvan a la Humanidad de las asechanzas
de archivillanos protervos ha suplantado la creencia en la Parusía; las hordas de zombis han hecho escarnio de la creencia en la resurrección de la carne; y la fiesta de Giliween ha arrasado la creencia
en la comunión de los santos. Y los muertos, que ven las cosas cara a cara y no confusamente, como a través de un espejo, se quedan solos en los cementerios, mientras nosotros nos dedicamos a estos aquelarres
macabros. Pero su soledad es beatífica; y la nuestra desespera.
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