Por Héctor M. Guyot
La pobreza intelectual y el cinismo de parte de la clase política está causando estragos en la vida de las democracias occidentales. Estos líderes ponen en primer
plano una disputa entre izquierdas y derechas, cuando la tensión que determina la naturaleza agonal y confrontativa de la política actual pasa por otro vector: el grado de apego a las reglas de convivencia de
la democracia republicana.
Están aquellos que, con los claroscuros propios de la imperfección humana, tienden a asumir o aceptar esos valores, que se traducen en la división de poderes, el respeto al que piensa distinto y la alternancia en el gobierno. Del otro lado están aquellos que se inclinan, con mayor o menor decisión, a lo contrario: el autoritarismo, la anulación del adversario y el poder eterno. Esta lucha entre república y populismo se da, claro, en el escenario de desigualdad que dejó la vieja disputa entre izquierda y derecha, una ventaja para los populistas. Pero conviene no olvidar que la mayoría de los que ahora se definen como progresistas están muy lejos de aquella vieja socialdemocracia del siglo pasado cuyos valores hoy se extrañan.
Por todo esto da pena el modo en que la crisis de Bolivia se convirtió, en estas tierras, en una nueva ocasión para profundizar el equívoco. Una vez más,
la ideología mal entendida puso el foco en el lugar errado y lo corrió del asunto que en verdad importa: las conductas humanas. Es lícito y razonable -aunque discutible- sostener que lo de Bolivia fue
un golpe de Estado. Pero resulta necio o cínico cerrar los ojos a lo evidente: el propio Evo Morales había quebrantado antes la ley en perjuicio de ese pueblo que desde su cargo de presidente debía representar.
Y no una, sino varias veces. Para conservar el poder a perpetuidad, desoyó un referéndum en el que los bolivianos le habían dicho que no a su ambición de un cuarto mandato. Y burló el resultado
de esa decisión popular gracias a un tribunal adicto que con un ardid le allanó el camino a las urnas. Después, ante la evidencia de que los votos no lo acampañaban, intentó el fraude. Ahora,
victimizado, dice desde México: "Si mi pueblo lo pide, estamos dispuestos a volver". Pero Evo no quiere oír lo que su pueblo le pide. Y menos considerar que su aspiración vitalicia ha sido causa
necesaria de la crisis gravísima en la que se sumió el país. La autocrítica no es una virtud de los populistas. Pensemos en Trump. En Bolsonaro. En Cristina Kirchner.
A ese delirio de eternidad también se opuso en su momento la sociedad argentina cuando la ahora vicepresidenta electa anunció que iría por todo y puso manos a la
obra. Ella ni siquiera contaba con el crédito de haber sacado de la pobreza a sus compatriotas más desfavorecidos en los tiempos de vacas gordas. Al contrario, dilapidó y se fumó esa gran oportunidad.
Y allí, cuando se dispuso a quedarse para siempre, profundizó la así llamada grieta, otro gran equívoco que se presta a usos aviesos.
Para dejar atrás la grieta, para superarla, hace falta reconocer que en el origen de este infeliz desencuentro hubo en verdad un acto de defensa propia de una de las partes. Más
que por una diferencia de pensamiento, la grieta se abrió cuando un lado, desde el poder, demonizó al otro y pretendió neutralizarlo a través del quiebre de las reglas de juego para convertirse
en fuerza hegemónica. El virus de la intolerancia se inoculó aquí desde arriba hacia abajo. Cuando hay tolerancia, se respetan las ideas ajenas y se acepta la alternancia en el poder. En eso consiste la
democracia. ¿Hace falta recordar que Cristina, con la madurez emocional de un niño, se negó a entregar el bastón de mando a quien debía sucederla?
Las convicciones republicanas tambalean no solo en nuestra región, sino también en muchas democracias del mundo. Habría que preguntarse por qué. Para no darle
más pasto a los populistas, el ejercicio de autocrítica le corresponde aquí a los defensores honestos de un sistema que, siendo el menos malo entre todos los conocidos, no ha sido capaz de integrar a los
pobres y los desplazados, y crea en muchos puntos del globo sociedades cada vez más desiguales. Si la democracia no sirve para acortar esa brecha, pierde su razón de ser y se expone al acecho de políticos
inescrupulosos que manipulan el malestar social en su propio beneficio. En un mundo líquido, sin jerarquías ni orden simbólico discernible, que cambia a velocidad inimaginable, el miedo y la frustración
pueden transformarse en violencia muy fácilmente, sobre todo cuando los antagonismos son azuzados desde lo más alto del poder. Cuidado con los líderes que cavan una grieta ficticia, ilusoria, aunque letal
para la sociedad. La verdadera grieta está en otro lado.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario