Por Pablo Mendelevich |
Quien durante varios años fuera la cabeza de la Comisión de Asuntos Constitucionales del Senado no le asigna mayor mérito a la alternancia tan ensalzada en las ciencias
políticas.
Contra lo que estipula la Carta Magna, cree, tal como se sospechaba, en la perpetuación del gobernante... cuando quien gobierna es ella. Dejar el poder le parece una humillación. Lo escribió.
Textual: "Por esos temores, aquel 10 de diciembre él [ Mauricio Macri] se perdió algo que es esencial: la simbología de un acto de triunfo político expresado en su máximo grado institucional. Porque, ¿qué otra cosa era sino ese traspaso de
mando?".
Dice que muchas veces pensó "en esa foto que la historia finalmente no tuvo", la de ella entregándole los atributos presidenciales a Macri. "Lo pensaba y se me estrujaba el corazón. Es más, ya había imaginado cómo hacerlo:
me sacaba la banda y, junto al bastón, los depositaba suavemente sobre el estrado de la presidencia de la Asamblea, lo saludaba y me retiraba". Al final no fue necesario actuar la grosería a la vista de todos. Bastó el desplante.
Pues bien, hay noticias institucionales: cuatro años después Cristina Kirchner domestica a las oficinas del Estado que pretenden repetir usos y costumbres ancestrales y
logra que la inminente transferencia del mando -que como la pasada implica alternancia política- se haga a la manera kirchnerista. No es que exista una manera sarmientina, una alvearista, una macrista, otra alfonsinista,
una menemista y que también esté la kirchnerista. Sólo hay dos, la histórica, que rigió las transferencias del poder durante los siglos XIX y XX, y la kirchnerista, impuesta por los Kirchner
cuando entraron y cuando se sucedieron conyugalmente o a sí mismos, en 2003, 2007 y 2011.
Quienes desdeñan como símbolos institucionales a las ceremonias de traspaso de mando hoy consiguen un par de aliados para agitar esta particular receta republicana, llamémosla
"va en gustos". Un primer aliado es la crisis. "En este momento, ¿qué importa dónde se pasan el mando?, que lo hagan como quiera el que llega, que para algo llega, y listo", sentencian.
Más o menos así pensó también, resignado, el gobierno de Cambiemos, que quiso evitarse una remake de la película del 2015. Acaba de ceder a todas las exigencias del gobierno entrante. Además
de que no habrá traspaso de mando en la Casa Rosada, no le tomará juramento al nuevo presidente el vicepresidente saliente, como prescribe la Constitución, sino Cristina Kirchner, quien para entonces tendrá
menos de un minuto como vicepresidenta. Casualmente la que ungió candidato al beneficiario. Al parecer quiere recordarnos a todos este detalle, en especial al beneficiario. Ella tiene considerable experiencia en adaptar
ceremonias a sus necesidades, ya que, en 2011, cuando no le dirigía la palabra a Julio Cobos -su vice- se hizo poner la banda por otro miembro de su familia, su hija Florencia.
El segundo aliado es el viejo malentendido que existe respecto del peronismo y su forma de entender el ceremonial. En público el peronismo finge que son meras cuestiones ornamentales,
formalidades insustanciales que no le importan -ni le deberían importar- al "pueblo", su representado, sino en todo caso a los oligarcas, quienes para mandar se valen de enguantados artilugios de clase. Un
vago eco peronista desprecia las reglas del escenario y simula transgredirlas con calculada iracundia. A veces el eco no es nada vago. En 2007, en medio de la ceremonia impar en la que Néstor Kirchner le estaba transfiriendo
la presidencia de la Argentina a su esposa, ella lo amonestó a viva voz diciéndole que primero firmara el acta. Entonces él se agachó levemente, tomó el micrófono y dijo sonriente:
"nunca pude aprenderme el protocolo". Las galerías de Diputados estallaron de regocijo, al que se coronó con un aplauso eufórico.
La realidad es que nadie como el peronismo, en especial como Cristina Kirchner, sabe lo que el protocolo significa como instrumento simbólico de expresión del poder. Sólo
que no suele ajustarlo al fortalecimiento institucional. Lo entiende como una plataforma vital para su propia mensajería. Si no le importara no se hablaría de esto, ni en 2015 ni ahora.
Desde el siglo XIX el traspaso de poder tenía dos partes, unidas por el desplazamiento del nuevo presidente por Avenida de Mayo de contramano, contravención metafórica,
se dirá, que el acompañamiento popular siempre consiguió soslayar. A la carroza de Hipólito Yrigoyen hasta le soltaron los caballos para que fuera llevado por la gente. Perón siguió
tres veces ese ritual, en 1952 junto a una esforzada Evita, ya muy enferma. La jura se hacía en el Congreso, tal como lo exige el artículo 93° de la Constitución, y el traspaso de los atributos presidenciales
(banda y bastón) en la Casa Rosada. Al repetirse esta costumbre, como sucede con las costumbres en las más estables democracias del mundo, se forjó una tradición.
Es verdad que por culpa de la intermitencia las tradiciones institucionales en la Argentina vienen algo famélicas. Seis golpes de estado más unos cuantos golpes palaciegos
tanto en gobiernos de jure como de facto hicieron que en una continuidad tan escarpada la alternancia fuese una excepción exquisita. Alternancias puntuales con traspaso clásico apenas tuvimos en 1916 y en 1999.
La de 1989 fue del tipo traumático, se precipitó. Y la de 2015, ya se sabe.
Alberto Fernández había dicho que él no iba a hacer ningún problema por el lugar del traspaso, lo que indica que la exigencia reiterada a través de
intermediarios salió de la misma obstinada líder que hace cuatro años. Hay un dato demostrativo de que el presidente Macri ahora cedió sin dar muchas vueltas: los detalles de la ceremonia todavía
no fueron acordados. Entre esos detalles está el tema de quiénes poblarán las galerías y bajo qué pautas de comportamiento. Para que se entienda: el próximo 10 de diciembre por primera
vez en la historia argentina un presidente saliente irá al Congreso a transferirle el mando a un presidente nuevo que pertenece a una fuerza política opuesta. Ocurrirá en un recinto mucho más afecto
al griterío -incluso al pugilato- que a la compostura. La última vez que Macri estuvo allí, en la Cámara de Diputados, fue este mismo año, el 1° de marzo, cuando al inaugurar las sesiones
ordinarias batió el récord del presidente insultado. Nunca antes un presidente había sido tan fustigado por opositores en el marco de una asamblea legislativa. Macri sólo atinó a repetir
desde el estrado que los insultos hablaban de quien los profería.
Los otros dos presidentes salientes que concurrieron a transferir el poder a ese recinto, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner, en base a los cuales ahora se quiere armar una nueva
tradición, en realidad fueron dos casos particulares. Duhalde porque era un senador al que había ungido la asamblea legislativa, argumento que usó Kirchner en 2003 para la primera disrupción. Y
Kirchner porque su abdicación mezclada con voto popular fue en sí misma tan disruptiva (no hay otro caso en el mundo de traspaso conyugal sin mediar viudez fuera de una monarquía) que el cambio de escenario
pasó a un segundo plano.
Sostener que el Congreso es la casa del pueblo y por eso urge alterar la tradición de algún modo significa enmendar a presidentes como Yrigoyen, Perón, Cámpora,
entre tantos que desde Mitre recibieron los atributos en la Casa Rosada (Perón, incluso, de manos de un dictador, el general Edelmiro Farrell). Sólo que a aquellos el estricto revisionismo K los suele eximir
de la hoguera (ahora Alberto Fernández agregó a Alfonsín).
¿La idea sería curar la historia? Digámoslo así: ser fundacionales. Poner lo institucional al servicio de la política. Nada nuevo.
© La Nación
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