El domingo, durante el festejo del Frente para Todos, pareció que el kirchnerismo empezaba a pintar con brocha gorda su nuevo relato. Fue cuando el gobernador electo dijo que el gobierno
actual dejaría "tierra arrasada" tras su paso. La arenga marcó el tono de la noche.
Cristina Kirchner se preguntó, con entonación dramática, qué nos había pasado a los argentinos para haber tenido que atravesar el suplicio del
gobierno de Macri. El peronismo, unido por fin, retornaba para salvar a la patria. Esta vez, de las garras del " neoliberalismo". Alberto Fernández aportó lo suyo desde un costado, acaso como un Zelig que se mimetiza con las circunstancias: "Que
los argentinos dejen de sufrir de una vez por todas", clamó convencido.
Era un golpe bajo al Presidente, que se había comunicado con él para reconocer su triunfo. Pero esto fue un detalle. Lo evidente resultó el afán de construir
una realidad a medida con el discurso, método probado en los tres gobiernos kirchneristas con las consecuencias conocidas. Apoyada en el relato, en sus años de presidenta Cristina dividió a la sociedad
para torpedear la república con el consenso de sus creyentes y así quedarse, en sus palabras, con todo. ¿Era esta la confirmación de que la gente no cambia? ¿Estábamos volviendo tan rápido
a lo mismo?
El martes, los que habían renegado de su jefa durante los últimos años se congregaron en Tucumán, felices de haberse vuelto a unir a ella. Allí
no se habló de combatir al "neoliberalismo". Sindicalistas, gobernadores e intendentes herederos de Perón sonreían a sus anchas: la pervivencia de la casta y sus privilegios estaba asegurada,
en buena medida gracias a aquel que había dado un paso crucial caminando marcha atrás sobre la brasa de sus propias palabras sin quemarse; aquel malabarista que participó de los dos actos, el del domingo
y el del martes. No hablo del presidente electo, sino de Sergio Massa. Se lo vió más cómodo cerca de Insfrán, Ishi, Zamora, Gioja, Scioli o el mismo gobernador Manzur que de Máximo Kirchner
o Kicillof. Se entiende: son las caras de toda la vida, como las de los gremialistas vitalicios que aplaudían a Alberto Fernández.
¿Estamos ante el cuarto gobierno kirchnerista? ¿O más bien ante otro peronista? ¿Las dos cosas a la vez? Eso está por verse y me temo que ni los que
ganaron el domingo llegarían a un acuerdo sobre este punto. Para aquel que pisó los dos escenarios (ahora sí hablo del presidente electo) tal vez dependa del día. Un domingo dice "Cristina
y yo somos lo mismo" y un martes convoca a Gustavo Béliz y a Vilma Ibarra, que tienen sendas cuentas pendientes con el kirchnerismo. En medio de tantas contradicciones lógicas y existenciales del presidente
electo y de las fuerzas en pugna que lo acompañan, hay algo que los amalgama: el pragmatismo y el afán de poder. Ahora que se han impuesto en las elecciones, esperemos que las batallas internas no derramen costos
sobre el país, que necesita justo lo contrario.
Cuando quiere dotarse de una identidad propia, Fernández habla del primer Néstor, y ahí aparece otro problema. Porque Kirchner fue el constructor de un sistema
de corrupción que aprovechó toda oportunidad que da el manejo del Estado para llevarse los fondos públicos al bolsillo propio, según surge de tantas causas judiciales en estado avanzado. Le conviene,
entonces, mirar hacia adelante, y apostar todo a ese crédito que un nuevo presidente legítimamente elegido merece en sus primeros pasos, aun cuando la reunificación peronista que lo llevó al triunfo
suponga un nuevo intento de instaurar desde lo más alto del poder institucional la impunidad como norma, desactivando las investigaciones de la Justicia sobre tantos ex funcionarios kirchneristas y sobre la vicepresidenta
electa, que cuenta con once procesamientos y más de cinco pedidos de prisión preventiva. Ganar unas elecciones no borra el pasado ni lava pecados o prontuarios. Lo dijo claro Marcelo Birmajer por televisión:
con todo lo que se ha ventilado hasta ahora en los tribunales, la vuelta del peronismo a los pies de la expresidenta no sería tanto una reconciliación como un acto de complicidad. Veremos.
Mucho depende ahora de los jueces. Conceder impunidad hacia el pasado sería otorgarla, automáticamente, para el presente y el futuro. Es decir, la Justicia firmaría
su extinción como poder del Estado. Más del 40% de los ciudadanos han dicho con su voto que aspiran a vivir en una república. Es un gran clamor. Gracias a la reacción de Macri tras las PASO, se
han reconocido en la calle. Todo indica que seguirán expectantes los primeros pasos del nuevo gobierno. La historia nunca se repite de la misma forma.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario