Por Martín Rodríguez Yebra
El contrato parece claro. Alberto Fernández se comporta por momentos como el administrador de un poder ajeno, cuya fuente principal es Cristina Kirchner, la ideóloga de la fórmula ganadora y dueña de los votos decisivos del conurbano bonaerense.
El presidente electo no se refugia en el disimulo. Al contrario, se esmera en reforzar la idea con gestos y palabras controladas. Nadie lo obligaba a trasladarse al departamento
de Cristina en Recoleta para "validar" el futuro gabinete. Se embandera en el discurso de la izquierda latinoamericana con una pasión que se le desconocía. Fantasea en declaraciones públicas
con Máximo Kirchner como estadista en ciernes. Dedica tiempo y gestiones a cumplir con la cláusula de salvataje judicial de quien asumirá
como su vice.
La ilusión del proceso sucesorio puede llevar a la apresurada (y muy probablemente equívoca) caracterización de un presidente sumiso. Lo que vemos en estos largos
días de noviembre es a un Fernández que actúa en proporción al poder que acumula.
En su equipo resaltan dirigentes y técnicos que despiertan escozor en Cristina. El plan económico que prepara acaso tampoco agrade al kirchnerismo duro. ¿No habrá
en su esfuerzo por escenificar la aprobación de su vicepresidente una forma también de prevenir reacciones adversas en la coalición que lo llevó al gobierno? Cuando consulta la integración
de su gabinete, ¿lo hace para pedir autorización o para empoderar a figuras que no encajan fácilmente en el ecosistema cristinista?
El acuerdo entre ellos suponía que el presidente tendría autonomía para gobernar. Cristina se reservaba un bastión férreo en el Congreso y el control
de la provincia de Buenos Aires en manos de quien considera su verdadero heredero, Axel Kicillof, cuya gestión económica ha sido objeto de críticas lapidarias por parte de Fernández en sus años de opositor.
Pero hoy la autonomía puede ser una trampa para Alberto Fernández. Lo dejan hacer, pero a su riesgo.
De la letra chica del contrato se deduce que el kirchnerismo de paladar negro acompañará según los resultados. Celebrará el capital simbólico que
le ofrece Fernández -la legalización del aborto, las nostalgias del Grupo de Puebla, las declaraciones despectivas hacia los medios de prensa- sin contaminarse de antemano con el aplauso de sus medidas económicas. Se impone una pregunta
incómoda en medio de la crisis fenomenal que atraviesa la Argentina: ¿qué pasará si los planes no funcionan?
El destino del "albertismo"
Fernández parece entender este juego. La construcción de un poder propio no puede convertirse en su obsesión inicial. El albertismo
solo dejará de ser una fantasía difusa si consigue éxitos verificables. Por eso se fija metas muy sensibles y a la vez alcanzables, como la reducción del hambre. Dedicará fondos, energía
y mucha comunicación a un plan alimentario, cuyas posibilidades de triunfo son infinitamente mayores que la pregonada "pobreza cero" de Mauricio Macri.
De alguna manera repite el camino de su maestro, Néstor Kirchner, que no puso en duda la posición de quien lo había elegido, Eduardo Duhalde, hasta que se sintió afianzado en la Casa Rosada.
La legitimidad de su liderazgo será de ejercicio o tal vez no llegue a ser.
Una incógnita del tiempo que viene es si el destino conduce a Fernández hacia el enfrentamiento inexorable con su mentora. Buscado por él, en caso de que los
resultados lo acompañen. O por ella, si las cosas le salen mal al nuevo gobierno.
La historia sugiere que el peronismo demanda un liderazgo unificado y tiende al conflicto cuando se encienden dos fuentes de poder. Las primeras fricciones ya se insinuaron en el
Congreso, donde los gobernadores -a los que Fernández les ofreció una sociedad indestructible- se resisten a ser conducidos por la familia Kirchner y sus vicarios.
Pero aquí los antecedentes pueden fallar. Nunca antes un "ex" retuvo la capacidad de maniobra y el despliegue institucional de Cristina Kirchner. Y jamás
un presidente y su vice tuvieron una relación de tanta confianza, combinada con un pasado de amor-odio, como ocurre hoy.
© La Nación
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