Mucha gente se angustia por la cantidad de libros no leídos
que tiene en su casa, pero hay quienes ven esos libros no
leídos como un tesoro al que llaman la “antibiblioteca”.
que tiene en su casa, pero hay quienes ven esos libros no
leídos como un tesoro al que llaman la “antibiblioteca”.
Por Cristian Vázquez
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¿Cuántos libros que no leíste hay en tu casa?, me preguntaron hace poco. No sé la cantidad exacta, por supuesto, pero sé que son un montón,
como nos pasa a todos los lectores, por aquello del tsundoku, la tendencia a comprar libros para (todavía) no leerlos.
“Un libro no leído es un proyecto no cumplido”, escribió Gabriel Zaid en Los demasiados libros, su ensayo publicado por primera vez en 1972. “Tener a la vista libros no leídos –agrega– es como girar cheques sin fondos: un fraude
a las visitas”.
Sin embargo, no todo el mundo tiene una mirada negativa sobre esa cuestión. A Umberto Eco le gustaba hacer bromas sobre la imposibilidad de leer los 30 mil volúmenes
que componían su biblioteca personal. El cálculo es simple: incluso a la demencial velocidad de un libro por día, harían falta más de 82 años para leer esa cantidad.
El ensayista de origen libanés Nassim Nicholas Taleb cuenta –en su libro El cisne negro, de 2007– que Eco dividía a la gente que visitaba su casa en dos categorías. La primera, la de las personas que reaccionaban exclamando: “¡Oh! Signore professore dottore Eco, ¡vaya biblioteca tiene usted! ¿Cuántos libros de estos ha leído?”. La otra categoría, muy minoritaria, era
la preferida del autor italiano: la de quienes, en palabras de Taleb, “saben que una biblioteca privada no es un apéndice para estimular el ego, sino una herramienta para la investigación”.
“Los libros leídos son mucho menos valiosos que los no leídos”, enfatiza Taleb, el principal objetivo de cuyo libro es destacar la importancia de lo desconocido,
de la incertidumbre. “Nuestra biblioteca –añade– debería contener tanto de lo que no sabemos como nuestros medios económicos […] nos permitieran colocar en ella. Acumularemos más
conocimientos y más libros a medida que nos hagamos mayores, y el número creciente de libros no leídos sobre los estantes nos mirará con gesto amenazador. En efecto, cuanto más sabemos, más
largas son las hileras de libros no leídos. A esta serie de libros no leídos la vamos a llamar antibiblioteca”.
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La propuesta es, entonces, ver los libros no leídos como un tesoro. De hecho, pueden equipararse con el dinero. Tener dinero equivale a la sensación un poco mágica
de las posibilidades innumerables: es tener, virtualmente, cualquier cosa que ese dinero pueda comprar. Hasta que, hecha una compra, la multiplicidad de opciones desaparece. Queda el bien o el servicio adquirido, y ninguno
más. Lo bueno de los libros es que siempre podemos volver a ellos, y cada vez será una experiencia diferente.
Porque, de hecho, podemos preguntarnos: ¿solo cuentan como libros no leídos aquellos que nunca hemos recorrido con la vista de principio a fin? Como explica Pierre Bayard
en su magnífico ensayo Cómo hablar de los libros que no se han leído, también de 2007, la respuesta es no. En su apartado sobre “maneras de no leer”, además de los libros que no conocemos, los que solo hemos hojeado y aquellos de los que solo hemos oído
hablar, el autor francés incluye los libros que hemos leído pero luego olvidado.
“No conservamos en nuestra memoria libros homogéneos sino, antes bien, fragmentos arrebatados a lecturas parciales, a menudo mezclados entre sí, y, por si fuera
poco, remodelados por nuestros fantasmas personales”, escribe Bayard. Es por eso que afirma que “leer no es solo informarse, [sino que] también –y quizás ante todo– es olvidar, y significa
por tanto enfrentarse a lo que en nosotros es olvido de nosotros mismos”.
Tal idea puede resultar “angustiosa”, apunta Bayard, pero también “puede deparar efectos benéficos al tranquilizar a todos aquellos que tienden a
formarse una imagen ideal e inaccesible de la cultura. Resulta vital tener presente que los lectores más concienzudos con quienes podamos conversar son, ante todo, no-lectores involuntarios, incluso en lo que se refiere
a los libros que con tan buena fe creen dominar”.
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De modo que, en un sentido, y por más esfuerzos que hagamos por evitarlo, todos somos no-lectores. Y ya que no podemos huir de esa fatalidad, lo mejor parece ser relajarse
y disfrutarlo. Exhibir con orgullo nuestra antibiblioteca. Casi que podemos hacer lo contrario de Borges y salir a los caminos a jactarnos de los libros que no hemos leído.
La que recorre los caminos desde 2016 es una muestra itinerante (en estos días está en Dubái) titulada precisamente “La biblioteca de los libros no leídos”. Se compone de 700 volúmenes que formaron parte de colecciones privadas pero que nunca fueron leídos por sus dueños anteriores. La exposición se propone “trazar los perímetros
del conocimiento y reflexionar sobre las nociones de acceso, exceso, conocimiento compartido y políticas de redistribución”.
Heman Chong –artista singapurense de origen malayo y uno de los ideólogos del proyecto– sostiene que “el libro no leído simboliza una manera potencial de expresar generosidad, al abrirse al público y posibilitar conexiones entre extraños”.
En estos tres años, antes de llegar a Dubái, la instalación ha pasado por Singapur, Manila, Utrecht (Países Bajos) y Milán, y el plan es que siga girando por el mundo y aumentando su caudal
libresco hasta 2026. Si pasa por tu ciudad, podrás donar alguno de los tantos libros no leídos que hay en tu casa. Obtendrás de esa forma una tarjeta que te acreditará como socio de “La biblioteca
de los libros no leídos” de por vida.
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Hace poco me hablaron de alguien que edifica su propia biblioteca de libros no leídos, aunque con un sentido que no se parece demasiado al de la muestra artística ni
al de la antibiblioteca de Taleb. La persona de quien me hablaron es un ingeniero que compra libros –uno por mes– pero no los lee: planifica disfrutarlos en el futuro, cuando se jubile, porque ahora trabaja mucho
y no tiene tiempo para leer.
Cada quien hace lo que le da la gana, está claro, pero se me ocurren un montón de objeciones ante un plan como ese. Sobre todo dos. La primera es la más obvia:
¿y si se muere pasado mañana, o dentro de dos años, o un día antes de jubilarse? La segunda es que los caminos de las lecturas se derivan de la pura práctica: los libros nos van llevando de
unos a otros, la literatura conforma una red de relaciones entre autores, obras, influencias, corrientes, épocas, estilos. Cada página puede incluir una recomendación involuntaria. Lo que nos entusiasma
hoy puede aburrirnos mañana, y viceversa. Las lecturas solo pueden planificarse en tiempo real.
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Podríamos pensar también en otra clase de biblioteca de libros no leídos: no ejemplares no leídos, sino libros, textos completos de los que se han impreso muchas copias en páginas de papel cubiertas por un par de tapas y de los cuales,
sin embargo, nadie haya leído ni un solo ejemplar. Se me dirá que eso es imposible, porque al menos el editor o tan siquiera el propio autor tendrán que haberlo leído. Pero Fabio Morábito
asegura –en “Nadie lee nada”, uno de los textos de El idioma materno, de 2014– que “no es difícil imaginar a un escritor cuyos libros nadie ha leído”:
“Su primer libro, por ejemplo, se publica gracias a su amistad con el editor, el cual, bien sea por olfato o por falta de tiempo, solo hojea el manuscrito y luego lo entrega
al corrector de estilo de la editorial, que no lo lee, sino que lo corrige, que es distinto. El libro, una vez publicado, da lugar a entrevistas hechas por periodistas que han leído solo la contraportada, cosa bastante
común, y es reseñado brevemente por reseñistas que también solo han leído la contraportada. Se vende poco, pero no menos que otros. Los pocos compradores leen la contraportada y luego olvidan
el libro en una repisa del librero, como ocurre a menudo”.
Así el autor publica varios libros más, que corren la misma suerte. Ni siquiera él se lee “porque, como suele referir en las entrevistas, escribe en estado
de trance, de modo que apenas revisa lo que escribe”. Su carrera se construye de esa forma, y cuantos más libros suyos se publican “más difícil se vuelve que alguien lo lea, porque ha alcanzado
esa modesta notoriedad que, en lugar de azuzar la curiosidad del público, la mata de raíz. En suma, es un autor, de tan invisible, perfecto. Un clásico. Y a su muerte sus libros acaban en las escuelas,
donde, como es sabido, nadie lee nada”.
Quién sabe con cuántos de los autores que pueblan los estantes de las librerías o de nuestras propias antibibliotecas ha sucedido exactamente eso. Me encantaría
conocer sus nombres, para poder jactarme de no haber leído de ellos ni una sola línea.
© Letras Libres
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