Por Carmen Posadas |
Ella se niega a subir en un avión o en cualquier otro medio de transporte que «deje huella de carbono» (vulgo, que contamine).
Como la cumbre originariamente iba a tener lugar en Chile, su idea era viajar de Estados Unidos al Cono Sur por tierra (utilizando vehículos de tracción animal supongo, no creo que quisiera caminar 5125 kilómetros).
Cruzar el Atlántico, en cambio, es bastante complicado si uno no quiere dejar la susodicha huella de carbono. Hasta los veleros más sencillos y baratos tienen un motor, imprescindible en según qué
maniobras.
Para llegar a Nueva York hace unos meses, Greta contó con la invalorable ayuda del hijo de Carolina de Mónaco, que puso su fortuna, su pericia como marino y su velero
sostenible al servicio de la joven. El Malizia II es, por lo visto, de las pocas embarcaciones del mundo capaces de cruzar el Atlántico sin quemar combustibles fósiles. No sé el precio de una embarcación
de estas características ni cuánto costará un viaje como ese –barato, me da a mí que no–, pero el viaje sirvió para varios fines. El primordial era llevar a Greta hasta las Naciones
Unidas de modo que pudiera afear la conducta de los mandatarios allí reunidos. Y segundo, pero no menos reseñable, cumplió el sueño infantil de Pierre Casiraghi: «¡Siempre quise embarcarme
en una aventura marina, como hacía mi héroe de infancia Corto Maltés!», explicó orgulloso.
Además de cumplir sus infantiles sueños, Casiraghi se ha apuntado un tanto. Mola mucho (y da réditos jugosos) apoyar causas en boga, de modo que ¿qué
importa que el viaje de marras haya costado una fortuna? ¿Qué más da que el hecho de que Greta no viaje en una línea aérea regular no reduce ni un miligramo el carbono que a diario expelemos
a la atmósfera? En un mundo en el que los gestos son más importantes que los hechos, este tipo de gestas queda superguay.
Pero no me malinterpreten. No soy negacionista del cambio climático y tampoco una detractora de Greta Thunberg. De hecho, valoro mucho lo que ha logrado con sus Viernes por
el Futuro. Que una niñita que un día se sentó ante la puerta del Parlamento sueco con una pancarta haya generado un fenómeno mundial es extraordinario. Greta, a los dieciséis años, ha conseguido infinitamente más que todos los activistas, actores y ONG que llevan años clamando para que se preste atención al cambio climático. La historia a veces se escribe así. Alguien, la persona más inesperada, crea un movimiento que cambia el sentir de la gente. Ocurrió (en otro orden de cosas muy diferente) con Mohamed Bouazizi,
el joven vendedor ambulante tunecino cuya inmolación desató una revuelta popular. Su muerte no solo causó la huida del dictador Ben Ali, sino que supuso un efecto dominó que trajo cambios políticos
en varios países vecinos, un fenómeno ahora conocido como Primavera Árabe.
Por eso, porque lo logrado es tan meritorio y tan necesario, no me gustaría que Greta Thunberg naufragase en la pavada, en la tontería o en la manipulación.
Igual que existe la banalidad de mal, también existe una banalización del bien. En ese mundo de gestos que antes mencionaba, la gente tiende a quedarse con la anécdota. Que un millonario cuyo deseo infantil
es ser Corto Maltés se apunte un tanto por llevar en su yate a la abanderada de la lucha contra el cambio climático banaliza su causa y da munición a quienes desean desacreditar sus logros. No sé
cómo llegará Greta a Madrid, pero me gustaría que no fuera con otro numerito parecido. El fenómeno iniciado por ella es muy necesario y, para que crezca y se consolide, para que los políticos
se den cuenta de que no pueden seguir poniéndose de perfil, es indispensable cuidar ciertos detalles que chirrían…
© XLSemanal
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