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sábado, 23 de noviembre de 2019

Ingobernabilidad globalizada

Por James Neilson
Mientras estuvo en campaña, Alberto Fernández minimizaba la gravedad de la situación en que se encuentra el país y por lo tanto la magnitud del desafío que se proclamaba resuelto a enfrentar. Como muchos militantes de lo que ellos llaman el campo popular, daba a entender que, por ser todo lo malo culpa exclusiva de Mauricio Macri, desplazarlo sería más que suficiente para poner la Argentina en pie.

No bien se confirmó su triunfo electoral, empero, abandonó el facilismo proselitista no sólo porque sabía que a un nuevo mandatario siempre le conviene preparar la población para afrontar algunos meses problemáticos –algo que, desgraciadamente para él, Macri se negó a intentar cuando se instalaba en la Casa Rosada–, sino también porque primero tuvo que convencerse a sí mismo de que la tarea que estaba por emprender será muchísimo más difícil de lo que había imaginado. Será por tal razón que a menudo reaccione con un grado de enojo propio de quien teme ser desenmascarado cuando periodistas le plantean preguntas que lo incomodan.

La irascibilidad que últimamente ha caracterizado al presidente electo amenaza con tener consecuencias ingratas para el país. Ya se las ha arreglado para pelear con Estados Unidos y Brasil, además del Vaticano. Según algunos, amonestó a Donald Trump por regodearse del derrocamiento de Evo Morales y sigue vapuleando a Jair Bolsonaro con miras a complacer a la progresía internacional, lo que podría ayudarlo a tranquilizar a los fieles a Cristina para que le perdonen sus eventuales pecados económicos, pero por ser cuestión de los dos países con los que la Argentina más necesita mantener buenas relaciones, fue una jugada preocupante. Al fin y al cabo, los presuntos simpatizantes venezolanos e iraníes de la vicepresidenta electa (la que, no lo olvidemos, encabezará la línea de sucesión), no podrían prestarle al próximo gobierno un solo centavo, mientras que Estados Unidos y Brasil sí estarán en condiciones de amortiguar los choques contra la fea realidad económica que se nos está acercando con rapidez desconcertante.

Según el albertista Guillermo Nielsen, se nos viene encima una fila de camiones pesados de los que el primero será la deuda en pesos. Al país, pues, le convendría contar con amigos solventes dispuestos a esperar hasta que se haya adaptado al confuso, pero a buen seguro terriblemente competitivo, orden que seguirá al imperante en el cual China compartirá el protagonismo con Estados Unidos.

Felizmente para los peronistas, sean ellos “racionales” o no tanto, a los chinos no les interesan demasiado los prejuicios ideológicos occidentales. En cambio, intentar conmoverlos hablando de la pobreza estructural con la esperanza de conseguir algunas concesiones sería inútil. Tales argumentos pueden funcionar con el FMI o las elites norteamericanas y europeas, pero cuando de la economía se trata, los chinos, que creen saber lo que hay que hacer para transformar a indigentes en ciudadanos productivos, son muchísimo más duros.

Como otros políticos, Fernández cree que todo sería más sencillo si no fuera por la maldita “grieta”. Coincide con lo que el presidente francés Charles de Gaulle tenía en mente cuando, dirigiéndose a la Asamblea Nacional, se preguntó: ¿Cómo se puede gobernar un país que tiene más de 246 clases diferentes de queso? Fue su forma de lamentar la propensión de sus compatriotas a dividirse en bandas irreconciliables y de tal modo frustrar sus esfuerzos por alcanzar la tan añorada unidad nacional. A juicio del “gran Charles”, se trataba de una particularidad francesa, pero uno podría decir lo mismo de todas las sociedades modernas, incluyendo, claro está, a la argentina.

Desde hace muchos años, aquí es rutinario atribuir el estado del país a la incapacidad al parecer congénita de sus dirigentes para superar “la grieta” o “antinomia” de turno. Sin embargo, aunque no siempre lo entienden quienes hablan de lo bueno que sería que todos cerraran filas detrás de un proyecto común, la convicción de que deberían hacerlo brinda a los autoritarios natos, que abundan en el kirchnerismo, un pretexto para hostigar, o peor, a los que se niegan a plegarse a lo que dicen ha de ser la ortodoxia de moda.

Por cierto, el que el gobierno entrante se base en una coalición que ostenta el nombre inquietante “Frente de Todos” es de por sí motivo de temor. Por lo demás, son tan graves los problemas del país que no sorprendería en absoluto que sus gobernantes cayeran en la tentación de perseguir a quienes en su opinión los provocaron a pesar de que, a juzgar por los resultados electorales, cuenten con el apoyo de una parte significante de la población.

El próximo gobierno enfrentará un panorama internacional nada reconfortante. Puede que suenen alarmistas las advertencias que están formulando, con frecuencia creciente, economistas prestigiosos y, con mayor cautela, voceros de instituciones como el FMI, acerca del riesgo de que pronto estalle una nueva crisis financiera mundial que sea aún más disruptiva que la de 2008, pero el nerviosismo que sienten los mercados es palpable. En tal caso, se intensificaría la huída hacia la calidad –o sea, hacía Estados Unidos, Suiza y un puñado de otros lugares juzgados confiables– del dinero que se ha invertido en países “emergentes” o “fronterizos”, lo que haría todavía más difícil el trabajo de los encargados de impedir que la economía sufra un remake de la catástrofe de 2001 y 2002,

También debería preocupar a quienes están alistándose para gobernar la sensación de que en cualquier momento países considerados relativamente estables pueden sumirse en el caos, como acaba de suceder en Ecuador, Chile y Bolivia, además del Líbano, Irán, Irak y la ciudad parcialmente autónoma de Hong Kong. No hay porqué suponer que la Argentina sea inmune a esta epidemia sociopolítica que está provocando estragos a lo largo y ancho del mundo en que basta con un chispa, que podría ser un aumento del precio del petróleo, sospechas verosímiles de fraude electoral o un caso de corrupción, para encender conflagraciones que resulten ser inmanejables.

En un intento por reducir el peligro de que la fase inicial de su gestión sea tumultuosa, Fernández se ha concentrado en atacar con ferocidad a Macri, tratándolo como un mentiroso serial que no hizo nada bien y que por lo tanto es responsable de todas las penurias de la gente. Si bien tanta belicosidad lo ha ayudado a congraciarse con aquellos piqueteros y sindicalistas que se han comprometido a colaborar, aunque fuera pasivamente, con el nuevo gobierno, virtualmente asegura que, una vez haya terminado una luna de miel que será muy breve, la oposición adopte una postura sumamente dura.

La herencia que Fernández recibirá de Macri no será peor que la dejada por Cristina cuatro años antes, pero si lo será el contexto internacional. En diciembre de 2015, el nuevo gobierno argentino se vio beneficiado por la aprobación de Estados Unidos y los países principales de Europa. Si bien el respaldo político así supuesto no dio lugar a “la lluvia de inversiones” esperada, por lo menos sirvió para que, al llegar la hora, el FMI le suministrara el dinero que los macristas precisaban para no ajustar con la brutalidad extrema que los mercados reclamaban.

También resultaba psicológicamente importante la noción de que, siempre y cuando la Argentina se comportara como un “país normal”, andando el tiempo lograría convertirse en uno. En aquel entonces, a nadie se le ocurría que hasta los países que tradicionalmente encarnaban la “normalidad”, como Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, pronto perderían la brújula y que Chile, que según las estadísticas era por lejos el país más exitoso de América latina, se vería trastornado por una rebelión popular contra el sistema que le había permitido alcanzar un nivel de prosperidad que envidiarían todos sus vecinos.

La debacle chilena, que entre otras cosas ha hecho caer el nivel de aprobación del presidente Sebastián Piñera por debajo del diez por ciento, no se debió a los errores puntuales que habrá cometido el Gobierno o a un escándalo indignante sino a la consolidación casi instantánea de un nuevo consenso en contra del modelo que administraba, uno que es una versión latinoamericana de la existente en todos los países desarrollados. Algo similar, si bien hasta ahora no se ha manifestado de manera tan dramática, está gestándose tanto en otros países latinoamericanos como en partes de Europa y, desde luego, en el Oriente Medio.

Parecería que el mundo entero se enfrenta a una crisis de gobernabilidad que es imputable a lo difícil que es satisfacer las expectativas nada exageradas del grueso de los habitantes de países, sin excluir a los que, a diferencia de la Argentina, son mucho más prósperos que en el pasado. Con todo, aunque sigue subiendo el ingreso per cápita, se ha difundido la sospecha de que los beneficios se ven acaparados por los ya muy ricos y quienes están en condiciones de aprovechar plenamente las oportunidades posibilitadas por la llamada economía del conocimiento.

Hasta apenas un par de años, la mayoría se resignaba a lo que sucedía, pero últimamente las protestas en contra de lo que se tomaba por “normal” se han multiplicado, de ahí la revuelta de los “chalecos amarrillos” en Francia, el Brexit, la irrupción imprevista de Trump en Estados Unidos y el auge de otras formas del populismo nacionalista en distintas partes de Europa.

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